NUEVE

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  • Dedicado a mi padre, el hombre que me enseñó a amar la historia y las letras
                                    

NUEVE

1918

Casa Ipátiev, Ekaterimburgo.

Eduardo Martínez, el médico tullido, cargó a duras penas el cuerpo malherido del emperador. Lo llevaba sobre sus hombros, y sentía la pierna coja arder, casi tanto como el fuego que crepitaba escaleras abajo. La sangre de Nikolai le manchaba la camisa, y se dirigió hacia la puerta. Ya no había ni rastro de la joven princesa, que había salido tal vez en la dirección opuesta. Aún mejor. Tal vez hasta podría sobrevivir.

 El zar se hacía cada vez más pesado. El aire estaba enrarecido, y Eduardo olía a humo. Entonces, oyó pasos.

-          ¿Quién anda ahí? – farfulló una voz, en ruso. Eduardo apretó los dientes. - ¿Quién anda ahí? – repitió, ésta vez en francés. El médico, ya sin poder más por la pierna, dejó al hombre inconsciente en el suelo. Miró a su alrededor, y vio que una figura se acercaba.

-          ¿Han incendiado la casa de mi hermano?- soltó una voz. Seguía hablando en francés, gracias a Dios.

-          Yo… el incendio se provocó solo. Fue un accidente.

-          ¿Y a quién estás cargando, lisiado? – preguntó el hombre. – Tú no eres ruso.

-          No lo soy.

-          ¿Eres francés? Tampoco lo parces.

-          Soy inglés. – mintió. Por algún motivo, le parecía necesario.

-          Dime tu nombre.

-          Hay que salir de aquí. La casa está ardiendo.

-          Dime tu nombre. – repitió el hermano del dueño de casa. Eduardo puso los ojos en blanco.

-          Edward. Ahora salgamos de aquí.

-          ¿Quién es ese hombre?

 El olor a humo hizo al ruso toser. El fuego se venía acercando, de manera tal que ya se oía arrasar con la madera, cada vez más cerca. Eduardo vio como el hombre tomaba al cuerpo y se lo ponía en los hombros.

-          Más que vale que esté vivo.

-          Lo está, soy médico. – respondió Eduardo.

-          Bien. – murmuró. - Me llamo Pavel.

 Pavel echó a correr, con el Emperador y Rey de todas las Rusias en sus hombros como si fuera un saco. Eduardo intentó seguirle el paso, pero la muleta se lo impedía.

 El fuego seguía avanzando. El olor ya empezaba a delatarlos, y Eduardo pudo ver una ventana. Pavel, que iba más adelante, llegó hasta el vidrio y se detuvo en seco. El fuego ya había avanzado por toda la casa. 

-          No hay tiempo para abrirla. – masculló Eduardo.

-          Yo…

Pero el veterano fue más rápido. Levantó su muleta, y atizó la ventana. El suelo del vidrio quebrarse y caer a pedazos fue un alivio para ambos hombres. Pavel pasó, y saltó el medio metro que era hasta el suelo. Eduardo lo siguió, y ambos quedaron en el pasto húmedo, cubierto por una leve capa blanca de helada.

 Estaba oscuro, sin luna. Las nubes cubrían el cielo negro, y apenas se veían el uno al otro. Hacía frío, claro, pero no tanto como en el invierno; tan sólo unos cuatro o cinco grados bajo cero.

-          ¿A dónde pretendes ir, Eddie? – inquirió Pavel, con un tono jovial que no venía a la ocasión.

-          Fuera de aquí.

-          ¿Del patio de mi hermano?

-          De Rusia.

-          Esto no es Rusia. – murmuró el hombre. – Como que me llamo Pavel Ipátiev, que Rusia ya no existe.

-          Claro que no existe, ¿no era que se había cambiado el nombre? La Unión Soviética.

-          No durará mucho, Eddie.

-          No lo sé. Pero hay que huir.

-          ¿Es que crees que te dejarán cruzar la frontera con el zar? – se burló Pavel.- ¿Qué harás?

-          No lo sé. – replicó el médico. Miró al zar. – Debo hacerme cargo de éste hombre, o se va a desangrar.

-          No tienes nada.

-          Sácate la camisa.

-          ¿Qué? – soltó Pavel, pero Eduardo ya se estaba sacando la suya.

-          Te vas a congelar. – terció. – Serás un iceberg, una estatua de hielo. Morirás de hipotermia o…

Ya sin camisa, Martínez usaba la tela para amarrar el torso del zar, y apretar la herida.

-          Así se detendrá un poco la hemorragia.

-          Estás loco. ¿Tienes frío?

-          Tengo calor, estoy hirviendo. – se burló Eduardo. La verdad es que tiritaba. Después del fuego abrasador, ahora moriría congelado.

-          Ven a mi casa, Edward. – dijo por fin Pavel. Y luego arreglaremos la forma para que te vayas de Rusia, con el zar, si es que logra sobrevivir.

-          Lo hará. – dijo Eduardo, aunque ni él mismo estaba muy convencido. 

La Sangre de RusiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora