DIECISIETE
Unión Soviética, 1918
Eduardo estaba sentado en el pescante de una carreta, azotando los caballos. En la parte de atrás, cubierto por una lona café oscuro, entre el equipaje, iba el cuerpo inconsciente del zar.
Tendría que ir a España, donde no había guerra. Ahí llevaría a Nicolás, se recuperaría y luego, Dios sabe qué iría a suceder. Pero al menos, debía tener la conciencia limpia. Llovía, pero eran gotas tenues, apenas cayendo sobre el pasto, y sobre la carreta, que traqueteaba por el camino de piedras. Entonces, Eduardo sintió el ruido de un motor.
Miró a su izquierda, y un Ford negro, reluciente, aceleraba por el camino pedregoso y polvoriento, echando una humareda de tierra. Entonces, frenó en seco. Se bajó un hombre con el uniforme de la policía.
El hombre hizo una seña a la carreta para que se detuviera, y Eduardo tiró las riendas de los caballos. Era un tipo alto, ancho, de cabeza cuadrada.
- ¿Quién es usted?- preguntó en ruso. Eduardo sacudió la cabeza.
- No hablo en ruso.- respondió éste, en francés.
- ¿Y qué pretende hacer en nuestra nación, si ni siquiera conoce nuestro idioma? – le espetó, con un francés dificultoso, pero entendible al fin. –Diga su nombre.
- Soy Eduardo Martínez. – respondió.
- ¿Nacionalidad?
- Español.
- ¿Qué hace… aquí?
- ¿Esto es un interrogatorio?
- Acá…yo hago lo pregunta. – dijo el policía. Se notaba que le costaba hablar el idioma, pero hacía el esfuerzo.
- Oui, Monsieur. Estoy aquí para ayudar con la revolución, Monsieur. Soy médico, y soldado. Pude ser de utilidad mientras fue necesario. Ahora quiero ir a tomar un barco, para regresar a mi país.
- Permítame… entonces, Monsieur Martíniz, que revise sus… cosas.
- ¿Y cuál es el motivo?
- Que… somos las fuerzas de la ley. Y queremos… evitar… malentendidos.
- No veo qué clase de malentendidos podrían causarse.
- No está en su derecho…poner…objeciones.
El policía hizo una seña al auto, y bajaron de éste dos hombres más. Eduardo tenía el corazón paralizado.
“Estoy muerto”, pensó. “Finalmente, me han pescado”.
Los policías se subieron a la parte de atrás de la carreta, y Eduardo rezó una plegaria al Dios en que no creía.
“Por favor…no, por favor…”
- ¡Acá hay algo! – gritó uno de ellos. - ¡Chevski, mira!
- ¿Qué es eso?
- Un muerto, Chevski… ¡Es el cadáver del asesino! – el policía parecía estar jubiloso. - ¡Es el zar! ¡Está acá!
El hombre que se apellidaba Chevski se acercó a Eduardo, que temblaba de pies a cabeza.
- ¿Qué hacías con él? ¿Está muerto?
- Sí. – mintió.
- Júralo.
- Lo juro.
- ¿Por qué lo traías, entonces? ¡RESPONDE, CARAJO!
- Para…darle un entierro digno. – dijo, esperando que se la creyeran.
- Eres un hijo de puta. Un desgraciado, un antirrevolucionario. Viniste a nuestra nación a traer tu maldita escoria conservadora y despótica, ¿no? – el policía lo abofeteó. – Morirás por tu crimen, español – pronunció la última palabra con desprecio. – Que ni siquiera te dignas a aprender nuestro idioma.
Eduardo no contestó. Entonces, oyó atrás al de apellido Chevski.
- ¡Oigan! ¡El maldito está respirando!
- ¡Mátalo, imbécil!- contestó el otro.
- ¿Estás loco, Dimitri? ¿Crees que eso nos corresponde a nosotros?
- Todo el mundo lo cree muerto, de todas formas.
Chevski se bajó de la carreta, y caminó hacia adelante, donde se encontraban Dimitri y Eduardo.
- Pero eso no importa. El camarada Tolstoi quería enjuiciarlo en Leningrado, ¿no es así?
- Pues yo no iré a Leningrado. – respondió Dimitri.
- Iré yo entonces. Y tú quédate con el español si quieres. A ese puedes matarlo.
Eduardo miró a su alrededor, aterrado. Los dos policías hablaban entre ellos, y el tercero estaba en la parte de atrás de la carreta. Era su oportunidad.
Echó a correr.
- ¡Se escapa! – gritó uno de ellos.
Eduardo sintió el viento azotarle la cara, y sus piernas moverse a toda velocidad. No sentía cansancio, ni siquiera parecía existir el tiempo. Correr. Eso era lo importante.
- ¡Atrápalo, Pávlov! – gritó una voz a sus espaldas. Cerca. Demasiado cerca.
Eduardo aceleró, y sus piernas empezaban a flaquear.
“Debo huir. Corre”. Aunque de haber tenido un mínimo de sentido común, sabría que no conducía a nadie.
Sintió el ruido de un disparo, y una bala surcó el aire.
La munición se iba acercando, pero pasó unos centímetros de él.
“Corre. Debes correr.”
Otro disparo. Eduardo se tiró al suelo, cayendo d bruces, y sintiendo el golpe seco de la tierra contra su mandíbula.
- Lo tenemos. – dijo la voz áspera de Dimitri Pávlov, en ruso. Se agachó, y miró a Eduardo Martínez, que aún no se incorporaba del suelo. – Estás muerto, idiota.
“Me las pagarás, Nikolai.”, pensó. “Todo esto es tu culpa. Es tu maldita culpa.”
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La Sangre de Rusia
Historical FictionEspaña, 1945 Todo comenzó con una carta. Una revelación. Y una orden. Santiago es un joven al que su padre, tras su muerte, le revela un secreto que podría cambiar la historia. Y le encomienda una misión, que podría alterar a la humanidad: Matar...