DIEZ

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  • Dedicado a mi mamá, con mucho cariño.
                                    

DIEZ

 

-          Quieren matar a Iózif Stalin. – murmuró el flaco Volodia. – Eso no es ninguna novedad.

 Estaban en una de las oficinas de la Cheka, y Volodia Goluvev tenía un cigarro entre los dientes. Orlov, que desde luego, no poseía ningún parentesco con Alexander Orlov, jugueteaba con los dedos, algo nervioso. Otros tantos especialistas estaban sentados en la mesa, y la capitana Smirnoiva iba a la cabecera.

-          Nos informó cierta persona con buena reputación acá en Rusia. – comenzó. - El tipo que, supuestamente, quiere cometer el atentado se llama Santiago Antonio La Fayette Márquez, veintidós años, español.

-          ¿Y por qué un español querría matar al Camarada Stalin? – inquirió Orlov. – Y de veintidós años…

-          Es cierto. – dijo otro.  - ¿Realmente esa información vale la pena?

Hubo un murmullo de aprobación entre los hombres. Se dirigieron a la mujer que los comandaba, y Flaco Volodia alzó la vista.

-          Desde luego que la información es estúpida, Katrushka. Pero haces bien en consultar primero con hombres antes de actuar.

 Katrina Smirnoiva fulminó a Flaco con la mirada.

-          Repite lo que dijiste, Goluvev. – espetó. Volodia alzó las cejas, haciendo el ademán de estar confundido.

-          Que eres una mujer, eso dije, ¿o me equivoco? Y bien sabemos para qué están las mujeres, Katrushka.

-          Desde luego que sabemos para qué estaban las malditas mujeres en la era del zar, Volodia. ¿Añoras esos tiempos? ¿Quieres volver al régimen autocrático, con Dios y el zar al centro de todo? Tienes todo el derecho, siempre y cuando aceptes que morirás por ello.

-          Ahora me estás tildando de anti revolucionario.

Katrina soltó un bufido. Era uno de los problemas de trabajar en cargos altos. La envidia, la incredulidad y los millones de obstáculos puestos a la mujer, eran una carga que debía llevar todos los días. El hecho de que la miraran extraño, de tener que infundir más respeto que nadie para que dejaran de mirarla como si fuese una burla.

-          Si tú lo dices. – replicó la capitana. Se dirigió a los hombres que la miraban, divertidos. – Y no estoy juzgando la validez de la acusación, camaradas. Estoy diciendo que hay que estar alerta. Y tener a ese La Fayette en la mira, por si asomara sus narices en la Unión Soviética.

-          ¿Y quién, si se puede saber – dijo Volodia – es el fabuloso informante de éste asesino de veinte años?

-          Un español, también. – respondió Katrina. – Colaboró durante la Revolución. Es, eh, el doctor Eduardo Martínez.

 

La Sangre de RusiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora