CUATRO: Ekaterimburgo

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CUATRO

Ekaterimburgo

1918

Nikolai Nikoláievich Ipátiev era un comerciante, no precisamente alto, algo calvo, de bigote negro. De hecho, era ingeniero militar. Nikolai Romanov, por su parte, lo había visto un par de veces, llegaba borracho, y él lo oía trastrabillar mientras subía la escalera.

- Papá. - había dicho Alexei. - Papá, quiero volver a ser soldado.

Nikolai lo miró con tristeza, y recordó cuando, en contra de los deseos de Alexandra, había llevado a su hijo consigo al ejército, y de hecho, le había mandado a hacer un trajecito de soldado raso. Alexei nunca había sido más feliz que en ese entonces. Ni una herida. Ni una gota de sangre.

- Habrá que esperar.

- Yo no quiero esperar. - replicó el niño. - Quiero ir a casa.

Estaban recluidos en la gran mansión Ipátiev, del imbécil ese, un comerciante de cuarta, pensaba el rey. Él, el descendiente de los forjadores de Rusia, el gobernante, el padre; estaba encerrado como un perro.

- Ya iremos a casa. - contestó, en un susurro. La joven Anastasia lo interrumpió.

- ¡Eso es mentira!

- Ana, por favor...

- Mentira, mentira, mentira. Es que es muy chico, no entiende. Pero hazle entender. - se dirigió a su hermano, con expresión malévola. - Nos van a tener aquí para siempre.

- No. - objetó Alexei. - Porque el brujo bueno nos va a salvar. ¿Verdad, mamá?

La emperatriz estaba hecha un ovillo, sobre el sucio catre que hacía de cama. Tenía las ropas raídas, la cara sucia, el pelo enmarañado. Ella asintió con la cabeza, lentamente, como estando en un sueño macabro.

- ¿Ves, Ana? Eres una tonta. Mamá dice que Rasputín nos va a salvar, y eso es porque es verdad. Rasputín hace magia, Ana. ¡Magia de verdad!

- No. - terció la niña. - Rasputín se acuesta con Ana Virúbova, la amiga de mamá.

- Anastasia... - la reprendió su padre. - No digas esas cosas. Y menos de Ana Virúbova... eso sería absurdo. ¿Quién te dijo eso?

- Todo el mundo lo sabe. - respondió la pequeña, encogiéndose de hombros.

- ¿Qué sabes tú lo que es acostarse? - soltó Olga, su hermana mayor.

- ¿Y tú, eh? ¿Lo has hecho alguna vez acaso?- inquirió, y Alexei la interrumpió.

- Pero es obvio que sí. Todos nos acostamos. ¿Y cómo duermes, parada?

Ahí el rey no pudo hacer otra cosa que reír. Ana, Olga y María rieron a carcajadas, una especie de limbo entre medio de la amargura, algo que no se volvería a repetir.

Nikolai miró a su esposa. Estaba confinada en sus propios pensamientos, en su propio dolor. No se movía, y su esposo no podía hacer más que agradecer que atinara a respirar, pues era lo único que hacía. Si no la mataban antes, moriría de hambre, de sed y de angustia.

Los niños se daban cuenta, sobre todo Alexei, pero no decían nada. Era como un tabú en la habitación, el referirse al estado de Alexandra. Lo sabían, ahí estaba. Pero nada más, tal vez, en forma de respeto.

Entonces, fue cuando sucedió.

Alexei se acercó a Anastasia.

- Eres muy tonta. - le dijo.

- ¿Y eso por qué? ¡Papá, Alexei me dijo tonta!

- ¡Es que eres tonta! ¿Por qué diablos iba a recostarse Ana Virúbova junto a Rasputín? Eso es tonto.

- Qué sabes tú.

- Sé que hablas tonteras. Porque no solo eres tonta, sino que además, fea.

Luego, todo sucedió muy rápido. Anastasia se enojó, por el comentario infantil, y empujó a Alexei.

"No fue mi culpa, no fue mi culpa, perdón", habría repetido mil veces después.

Pero Alexei cayó de espaldas, sobre la madera vieja, y se enterró un clavo en la mano, algo que para un niño normal, habría sido una herida pequeña, que no habría causado más que un quejido y tal vez, una rabieta. Pero Alexei Romanov era hemofílico, lo que quiere decir que la sangre no coagulaba, y las heridas no sanaban; podía sangrar, con dolores horrorosos, y morir de ello si no se le trataba.

El pequeño soltó un grito. Anastasia se echó para atrás, y Alexei enseñó, desesperado, una mano de la que corría un hilillo de sangre.

- ¡Mamá!- gritó. Y por primera vez en varias semanas, Alexandra abrió los ojos de par en par, como volviendo a la vida.

- ¡Alexei! - gritó.

Se levantó de la cama, ante la mirada estupefacta de todos, y se dirigió hacia su hijo.

- Traigan algo, un paño, una venda. - pidió.

- Acá no hay nada. - respondió su esposo. Ella miró al cielo, presa de la desesperación.

- ¡Rasputín, dónde estás cuando te necesitamos! - exclamó.

Nadie respondió. A Nikolai no le encantaba Rasputín, pero no era el momento para una discusión, no ahora.

- Tal vez... - dijo Anastasia - tal vez es lo mismo al final. Que muera ahora, que nos maten los comunistas, ¿no?

Nikolai no solía golpear a nadie, menos aún a una niña, pero el bofetón le quedó marcado en la cara. Alexei lloraba, y Alexandra intentaba parar la hemorragia.

"Nuestro hijo se muere", pensó Nikolai.

Se dirigió a la puerta, y la aporreó por dentro de la habitación.

- ¡AYUDA! - gritaba, como enloquecido, atestando golpeas a la puerta con los puños cerrados. - ¡QUE SE MUERE! ¡EL ZARÉVICH SE MUERE! ¡AUXILIO!

Golpeaba, como si fuera a derribarla, y los nudillos empezaron a raspársele. Cayó de rodillas frente a la puerta, llorando desconsolado, y las lágrimas llegaban a mojarle la espesa y sucia barba.

Entonces, la puerta se abrió. Los miembros de la familia real miraron, con esperanzas, al hombre tuerto y tullido que entraba en el cuarto. Habló en francés con acento extraño.

- ¿Qué les pasa ahora? - inquirió. - No hablo ruso.

El zar, recuperando la poca dignidad que le quedaba, se puso de pie, se secó la cara, y miró al tullido de frente.

- Nuestro hijo se muere. - respondió. - Necesitamos a un doctor.

- Y yo soy médico. Pero saben que al final es lo mismo, ¿no? Que su destino es la muerte. Por eso están aquí, y no disfrutando en el Ermitage.

María miró a Anastasia, y ésta apretó los labios. No le hacía gracia. Ya no. Los tiempos de risa se habían acabado para siempre a la familia Romanov.

- Y así - dijo Martínez - fue como conocí a tu padre. Ya te contaré como lo rescaté, La Fayette. Pero sólo te diré que ese pobre hombre no pudo hacer más que inspirarme lástima.

La Sangre de RusiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora