DIECIOCHO

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DIECIOCHO

 

  Frederick Von Weiszäker prefería omitir el “Von” que le daba más importancia. Él no era un hombre importante. Nunca lo fue, ni quiso serlo, a pesar de que su padre insistiera en ello.

-          Eres un inútil, Frederick. – decía Reinhardt. Era un hombre nervudo, de bigote bien poblado, y cinturón duro para azotar. – Nunca llegarás a nada. Serás una deshonra para la familia.

Y Fred podía ver cómo su hermano Erich, dos años menor, parecía estar más acorde a las expectativas de su padre, su abuelo y los tíos. Como las grandes esperanzas que tenían para continuar con la fortuna y gloria de la familia se ponían en Erich, ese muchacho cruel, de muchos conocidos a los que llamaba amigos, pero no eran menos oportunistas de lo que era él. Fred recordaba muy bien a su hermano. Se parecía mucho a su padre, y hasta, para rematar la semejanza, se había dejado crecer el bigote.

  Era un puerco, pensó Fred. Hasta en la nariz como morro de cerdo le hacía notar, como cosa del destino, su verdadera naturaleza. Erich había nacido para revolcarse en el barro, pero decidió, por asuntos del destino, revolcarse en dinero, en gloria y lujuria. Y en la satisfacción de humillar al resto.

 Y él, Frederick, era un perfecto patán a los ojos de todo el mundo.

 Estaba oscuro, y él estaba sumido en la lectura de un libro. El franchute roncaba, y Fred se sintió ahogado. Se enderezó, y bajó por la escalera de fierro oxidado que tenía la litera, hasta llegar al suelo. Puso ambos pies en la madera del piso, y oyó cómo las olas se mecían, con el ruido del mar que ya se le hacía normal.

 Caminó hasta la puerta, y giró el picaporte. Al abrir, ésta crujió, y oyó cómo el franchute soltaba un quejido en sueños. Se preguntó quién sería, qué quería, de dónde era. Su apellido no era muy común, es decir, lo había oído únicamente del marqués ese que participó en la revolución francesa, pero nunca en el credencial de una persona de verdad. ¿Sería inventado? ¿Estaría huyendo de algo? Se encogió de hombros. 

 Mientras caminaba hacia la cubierta, Fred no pensó en nada en particular, hasta que oyó unos ruidos. Gritaban en español.

-          ¡Eres un condenado gilipollas! ¿Lo sabías, no?

-          Déjame en paz.

-          ¿Qué te deje en paz, dices? ¡Tú me robaste, jodido hijoputa! ¡ME ROBASTE!

 Fred aguzó el oído. Oyó un palabrerío que le costó entender, pero se imaginó que las palabras no eran precisamente cantos de amor. Estaba justo por debajo de la cubierta, y asomó la cabeza hacia arriba. Eran dos hombres; uno alto y ancho, que le gritaba a un joven de aspecto enclenque.

-          Yo no hice nada, lo juro. – dijo el joven, ya con tono suplicante.

-          No le voy a creer a maricones como tú. Ya sabía yo que no puedo tratar con gente degenerada. No sólo son unos asquerosos, además, rateros.

-          Te…juro que…

Fred le veía la espalda solamente al hombre que gritaba, pero el chico, que tendría unos diecinueve años, tenía la cara contorsionada por el miedo. El pelo lacio le caía por el cuello, casi hasta los hombros. ¿Qué clase de hombre era capaz de llevar el pelo largo?, pensó.  Fred oyó un clic, y luego, el hombretón estaba apuntando al  muchacho con un arma.

-          Tal vez en el infierno hayan pollas, maricón.

El chico lloraba, y Fred salió hacia la cubierta.

-          ¡Eh, tú! – gritó. Pero el hombre no pareció oírlo. Disparó, y el chico cayó de espaldas, mientras la camiseta blanca se le teñía de rojo.

El que había disparado salió corriendo, y Frederick se acercó al muchacho. El joven sollozaba.

-          Lo… lo siento… yo… yo no robé... no… es mentira…

-          Shh, tranquilo. Voy a ir a buscar ayuda.

-          Yo… no… robé…

-          Sí, sí, lo sé. – Fred miró a ambos lados. – mira, sé dónde está la enfermería, ¿sí? Tal vez pueda llevarte a rastras hasta allá. ¿Cómo te llamas, chico?

-          Pe…Pedro.

-          Ja. – dijo Fred, en alemán. Se levantó, y tomó a Pedro de los pies, y empezó a arrastrarlo hacia donde estaba la enfermería.

 El chico pesaba, y se quejaba mientras en el camino iba dejando un reguero de sangre.

-          ¡¿QUIÉN ANDA AHÍ?! – gritó una voz en español latino. Fred arrugó los ojos, y vio que era iluminado por una linterna. Se quedó en su lugar, sin decir una palabra. - ¿Lo mataste, infeliz?

-          No. – respondió Fred, impávido. – Fue otro tipo. Uno grande.

-          Venga ya, mentiroso. Que recibimos una acusación, de un testigo. Lo trataste de maricón y lo mataste, ¿no?

-          Falso. – respondió. Lo más probable es que se tratara de un guardia. E imaginó quién fue el autor de la acusación.

-          Mira, alemán. A nadie les gusta los homosexuales, pero no por eso podemos andarlos matando, ¿sí?

-          Yo no lo maté. – respondió Frederick. – Y no tengo nada en contra de los homosexuales.

-          Eso no te lo cree nadie. – bufó el guardia. Se aproximó hacia Frederick, y lo esposó. – No soy más brusco porque te entiendo, hombre. Son seres asquerosos, pero están enfermos. Y no se matan a los enfermos, ¿sabes?

 Fred apretó los dientes. Recordó a su padre, cuando lo descubrió. Recordó la bofetada en su mejilla, que lo hizo caer.

-          Entiendo muchas cosas de ti. – había dicho. -  Pero lo único que puedo decir es que no mereces llevar tu apellido. Eres una paria. Vete de aquí, y no vuelvas a pisar mi casa.

Fred se había marchado sin nostalgia, pero aun así tenía un nudo en la garganta.

 Era una paria. Y según la mayoría, era justo que lo mataran acribillado. 

La Sangre de RusiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora