OCHO (parte 2/2)

342 19 2
                                    

 Sacó el papel que le había dado Eduardo, con todos los datos que necesitaba saber. O al menos, los que el médico veterano consideró convenientes.

 “Estimado amigo Romanov:

Su nombre, o el que ella se inventó, es Alicia Pinto Tapia. La última vez que supe de ella estaba en una habitación lúgubre en la que no creo que siga viviendo a éstas alturas, veinte años después. Ni siquiera sé si sigue en Buenos Aires, muchacho, pero de ahí puedes hallar el rastro. Cuando la conocí, era una mujer introvertida, seria, seca; al contrario de lo que la pintaban los libros de historia. Tal vez fue alegre, pero eso se extinguió.

 En todo caso, esa habitación que te menciono puede servirte de comienzo. Quedaba en la Avenida Lope de Vega con San Martín, un número que no recuerdo, pero el edificio lo tengo vívido en mi mente, con su pintura grisácea que empezaba a partirse. No sé ni siquiera si el edificio sigue ahí.

 Te enviaré algo de dinero, lo suficiente para el pasaje en barco, de ida y vuelta. El Santa Rocío parte el jueves a las seis, te esperaré en el puerto para darte buena suerte.

 Afectuosamente,

Eduardo G. Martínez”

 Santiago no había abierto la carta hasta un rato atrás, y se había extrañado. ¿Por qué tenía tanto interés Eduardo en que lograra su cometido? Bueno, está bien, había rescatado a su padre. Aún le quedaban dudas de cómo diablos lo había hecho. Pensó un instante en pedir vacaciones, pero un viaje a Sudamérica no era cosa de un par de semanas. ¿Cuánto tardaría ese barco? ¿Cuánto tardaría el viaje en total? Unos tres, cuatro meses.  Lo sintió por Margarita, pero tenía que hacerlo. Por el amor que le tenía a su padre.

 La puerta del despacho se abrió. Su esposa lo miraba, aún con el ceño fruncido.

-          Está llamando un tal Martínez. Eduardo Martínez.

-          Está bien. – respondió Santiago, cuya curiosidad empezaba a aumentar.

 Se dirigió al teléfono, y tomó el auricular cilíndrico, poniéndoselo en el oído izquierdo, el único por el que escuchaba.

-          ¿Aló? – preguntó, acercando la boca al micrófono. Se oyó la voz al otro lado.

-          Santiago Romanov. – dijo la voz de Eduardo.

-          Es La Fayette. – replicó el joven, en un susurro incómodo.

-          No, no. Eres un Romanov y eso no te lo quita nadie. Eres jodidamente igual a Alexis, ¿lo sabías?

-          Vete al grano. ¿Qué quieres?

-          Quiero asegurarme que estés pasado mañana en el puerto, Romanov. Seré breve, hay una larga y jodidísima fila para el teléfono.

-          ¿Pasado mañana? ¿Qué dices?

-          Hoy es martes. ¿Es que tu jodida cabeza no funciona, pedazo de gilipollas?

-          No es necesario llamarme así. Estaré el jueves, Eduardo. Y gracias.

-          No necesitas darme las gracias. Ah, y quiero que estés temprano. Bastante antes de las seis.

-          ¿Y eso por qué?

-          Se me va a cortar la línea… te diré algo, Romanov: mereces saber la historia de tu propio padre. Y aprovecharé de explicártela, o al menos, de cómo carajo sobrevivió hasta París. Mereces saberlo.

-          Yo…

Tu…tu…tu…

-          ¡Maldición! – soltó el joven. Su esposa lo miró atrás.

-          ¿Me vas a explicar a qué se viene todo esto?

-          Sí. Y ya te lo expliqué: soy el hijo de un emperador.

-          Eres un hijo de puta.

La Sangre de RusiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora