CATORCE
Mijaíl Smirnoiv cumplía doce años aquel día. Estaba cansado, y su madre le tomó la temperatura.
- No estoy enfermo. – replicó el niño. – estoy bien.
Katrina Smirnoiva miró a su hijo con el ceño fruncido.
- Vendrán tus abuelos, el tío Alexei y mi hermana Olga.
- Y los primos. – añadió Mijaíl.
- Y los primos, sí. ¿Por qué tienes esa cara, Mijaíl?
- No es nada. En serio. Da lo mismo.
Katrina se cruzó de brazos. Entonces, vio a Grigori acercársele. Su esposo era un hombre de elevada estatura, con el pelo rojizo, nariz prominente y ojos claros. Era el comisario de la Cheka, y la gente lo temía casi tanto como la NKVD a su esposa. O tal vez más, teniendo en cuenta el último incidente. Katrina apretaba los dientes cada vez que recordaba el repulsivo rostro de Vladimir Goluvev, con las mejillas hundidas y picadas por la viruela.
- Hubo un atentado a Hitler. – sentenció Grigori. – Uno de sus mismos oficiales le puso una bomba. En una maleta. – puntualizó.
- Qué bien. Así que los alemanes se están matando entre ellos.
- No mató a Hitler. – dijo Grigori.
- Me imagino que no. De ser así, estaría todo el mundo gritando de júbilo, y saldrían a las calles. La gente no diría otra cosa. Por lo tanto, me imagino que Adolf Hitler sigue vivo.
- Eres bastante insolente para hablarle en ese tono a tu marido.
- Disculpe, pero creo que usted ya me conoce, Grigori. Sabe que yo digo lo que pienso.
- No es propio de una mujer. – indicó éste.
- Ni lo es tener el rango de capitán en la NKVD. Pero lo tengo. Y a la vez, el derecho de decir mis pensamientos en voz alta. Lo siento, querido, pero creo que aún sigues en los tiempos del zar, tres veces maldito.
- El zar ha caído, sí. Pero creo que las mujeres siguen siendo mujeres, a excepción de ti.
Katrina iba a replicar, pero notó que Mijaíl los estaba observando.
- Venga, vamos. – le dijo al niño. – Arréglate para cuando lleguen los invitados. Y anima esa cara, que van a creer que vienes de un funeral.
- Ya.
Mijaíl caminó arrastrando los pies hacia las escaleras, para subir a su habitación. Katrina lo miró desde abajo, y cuando estuvo arriba su hijo, ella se volteó, y vio a su marido observarla con los brazos cruzados.
- Me han dicho ciertas cosas. – masculló. – He oído hablar.
- ¿Qué cosas?
- Que eres algo así como una ramera, pero no cobras. Una adúltera.
- Son habladurías, nada más. – contestó.
- ¿Ah, sí? Katrushka, qué daría por creerte. Pero parece que todo el mundo dice que buscas a los cargos más altos, que por eso has llegado hasta donde estás.
- He llegado hasta donde estoy por ti y mi talento.
Grigori soltó una risotada.
- ¿Tu talento, Katrushka? ¿En serio? Está bien, yo te ayudé un poco. Pero nunca creí que sería suficiente, pero al ver que daba resultados, me dije que sí, que lo fue. Pero da la impresión de que lo reforzaste con más… ayuda.
- ¿No confías en mí, entonces?
- Confío en ti tanto como tú en mí. – replicó Grigori.
- Es distinto.
- ¿Ah, sí?
- Sí. – objetó ella. – Tú te vas de putas siempre que yo no estoy. He encontrado rameras en mi propia cama. Yo nunca te di nada para dudar.
Grigori la abofeteó. Katrina quedó con la marca de sus dedos, enrojecida en la cara.
- Eres un hijo de…
- Tú eres mujer. – dijo Grigori. – Las mujeres no tienen derecho a hablar de ese modo.
- Te quedaste en el siglo pasado. – respondió ella. - ¿Qué, te parecía mejor? ¿Más bello, con la linda autocracia gobernando al mundo?
- Siempre dices lo mismo.
- Porque es lo que pienso. ¿Qué, vas a ofender a Dios? ¿No le has dado suficientes plegarias? Pobrecito, echa de menos a su queridísimo zar. ¿Es eso, Grigori?
- Yo amo la revolución bastante más que tú. – sentenció su marido. – Aunque te esfuerces en demostrar lo contrario.
Katrina apretó los labios.
- La revolución y la guerra han permitido muchas cosas, Grigori. Y entre ellas, que me marche.
- ¿Te marchas?- se burló. – Mandaré a los perros a que te traigan.
- Te irías a prisión.
- ¿Yo? – Grigori la observó, burlón. - ¿El mismísimo comisario, el leal servidor del camarada Stalin? No, Katrushka. Yo no me iría a prisión. Pero, ¿sabes qué? Vete. Vete y no vuelvas, Katrushka.
- ¿Qué dices?
- Sal por la puerta de mi casa, con lo que tienes puesto. Si te veo cruzar la verja del jardín, te mataré.
- Estás loco. – respondió la mujer, sin perder la compostura. - No sabes lo que estás diciendo.
- ¿No es lo que querías? ¡Vete!
- ¿Y qué hay de Mijaíl? – inquirió Katrina, aún serena.
- Mijaíl es tan hijo mío como tuyo. Él se queda aquí. Y tú te vas. – le dijo.
Katrina se quedó rígida donde estaba, y Grigori la abofeteó otra vez.
- ¡Que te vayas, te digo! ¡Que te sigas acostando con tus amiguitos importantes! A ver si consigues un burdel también que te ofrezca empleo.
- Pues me voy. – dijo ella.
Y se marchó.
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La Sangre de Rusia
Ficción históricaEspaña, 1945 Todo comenzó con una carta. Una revelación. Y una orden. Santiago es un joven al que su padre, tras su muerte, le revela un secreto que podría cambiar la historia. Y le encomienda una misión, que podría alterar a la humanidad: Matar...