Capítulo 4 - Montañas de Cenizas

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Cuidaban a sus hijos, como un tronco a sus ramas.

Daban conocimiento a sus sombras, para seguir en pie.

Daban vida a sus hijos, quitándose la propia.

Enseñaban la muerte a sus hijos, para que no le temieran.

Temían por sus hijos, temían por sus hijos...

.

Tuvieron que haber esperado a que la luz del Sol llegara al Mictlán para poderse proteger del vuelo de los Miqtetécolotl, Tecolotes de tamaños de lagos con cuellos de serpiente y dos pares de alas que lanzaban sus plumas, que cual flechas, podían cortar, destrozar, despedazar y atravesarlo casi todo. Viendo el lado positivo de eso, Xiuhcitlalli cargaba con suficientes plumas para mantener al menos doce carcajes de flechas llenas.

Pero, por supuesto, no podían darse el lujo de esperar a la luz del día, después de todo, el Sexto Sol era un Tecolote y sólo hacía que las bestias aladas aumentaran su fuerza y agresividad. La lucha sería casi inútil, Xiuhcitlalli no contaba ni con la condición física o el armamento necesario para derrotar a un número tan grande de enemigos. Haberlo hecho había sido como enfrentarse a un tornado o a una erupción volcánica y pretender ganar, cuando el sólo sobrevivir ya era una victoria.

Defenderse de las aves no era opción. Una muerte casi segura.

Así que debían esconderse y huir.

A pesar de que no era la primera vez que tenía que hacer ese tipo de movimientos, estaba acostumbrado a ser el depredador y no la presa. Esa sensación no era satisfactoria y sólo le provocaba un malestar en el pecho que no había sentido desde que fue a enfrentarse a la Ballenosa, ya hacía años.

Se dio un golpe en la frente gruñendo.

No tenía tiempo de quejarse, debían cruzar el Segundo Reino del Mictlán lo más rápido posible. El alimento y medicinas no eran un problema ya, o no lo serían hasta pasar ya algunas semanas, momento en el que tendrían que planear una nueva forma de juntar víveres. La gente de la Selva, en la espalda de la diosa Iguana Xochitónal, les habían regalado ropa, mochilas, carcajes, collares, amuletos, plumas, comida y medicamentos de sobra.

—Tengan cuidado con los Tecolotes—les dijeron al dejarlos en la playa de cenizas dónde comenzaba el Segundo Reino—, saben atacar más allá de la forma física—Miguel comenzó a brincar de emoción al descubrir que conocería aves gigantescas guerreras, Xiuhcitlalli trató de tranquilizar al pequeño—. Y usted, Guerrero Maldito. Usted corre más peligro que el niño, más de lo que cree o quiera aceptar. Incluso en el la Tierra de los Muertos han llegado los lamentos e historias de sus actos—Xiuhcitlalli sabía que si no lo habían atacado era porque llevaba a Miguel con él—. Tenga cuidado con sus decisiones, puede que su visión se vea nublada de más formas de la que gustaría.

Llevaban cinco días en el segundo Reino.

Cinco días en los que se habían ocultado a toda costa de los Tecolotes entre la vegetación muerta, mientras la luz del Sexto Sol iluminaba la Tierra de los Muertos. En los que debían moverse lo más rápido posible en las sombras de la Luna, evitando con desesperación una confrontación directa con las aves gigantescas.

Cada día allí hacía a los Tecolotes mucho más astutos, después de todo, estaban estudiando el comportamiento de sus presas. Comenzaban a sospechar de sus movimientos bajo el velo de Meztli, la Luna, y sus camuflajes en las vegetaciones secas.

Por eso debían salir de noche, mientras les pudiera seguir funcionando la treta.

Por eso debían esconderse en las sombras de los cerros de cenizas.

Los Guerreros del Quinto Sol III: Imperio RenacidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora