Capítulo 54 {Huracán}

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"Peleas que nunca nadie gana

Y tú comienzas a gritar, disparas de tu boca balas

Hay heridas que nos matan"

-Kinky


      Leo siempre se había jactado de conocer sus emociones a la perfección, para saber que era un error dejarse guiarse por ellas, y lo conveniente era usar la lógica para dar el siguiente paso.

Sin embargo, en ese preciso instante tenía dificultad para seguir ese razonamiento, porque no entendía la emoción que lo invadía; era una enjambre de furia, dolor, desesperación y un deseo incontrolable de golpear al hombre que rodeaba con sus brazos a Carolina.

«¿Qué haces aquí?», resonó la voz petulante y sorprendida de Daniel Silva en su cabeza. La amargura circuló por sus venas, envenenando la sangre que volvía al corazón. Le había otorgado demasiadas veces el beneficio de la duda, esto, sin lugar a dudas, no tenia ni pies ni cabeza. Si guerra quería, guerra tendría.

—¿Estás pendejo o te tengo que explicar despacio para que entiendas que Carolina es mi novia? —dijo Leo con un tono oscuro y gélido, que él mismo desconoció.

Carolina se apartó de súbito de las garras de Daniel, pero él le impidió acercarse a Leo poniendo su cuerpo delante de ella a modo de escudo para protegerla.

«¿De quién? ¿De mí?» ¿Qué estaba pasando? Una extraña y oscura sensación reptó por su cuerpo, como una serpiente venenosa, y se alojó en su pecho.

—Lo que quise decir es que ¿no deberías estar en el hospital? —Su falsa preocupación lo irritó más. No necesitaba leerle la mente para saber sus verdaderas intenciones. Dios, necesitaba toda la fuerza posible para no borrarle esa mueca de satisfacción de un puñetazo.

—Y entretanto tú te aprovechas para venir a buscarla. Carolina no necesita a nadie más que a mí. Así que lárgate ahora mismo —exigió furioso.

Leo irguió la espalda y crispó las manos en puños para reprimir el dolor, que de pronto, lo asaltó debido a la tensión que experimentaba su cuerpo. No podía echar abajo su acto. Sin embargo, la capa fina de sudor que cubría su frente amenazaba con delatarlo. Quería secárselo y sus pulmones luchaban por una bocanada de aire limpio, pero el orgullo le impedía mostrar debilidad.

—Mientras no te calmes, no pienso moverme de aquí —le advirtió con tono imperativo. Aquello lo descontroló y empeoró el pinchazo de dolor en el costado.

Por fin entendió lo que le sucedía. Estaba celoso de Daniel, de saber que no era el único que haría lo que fuese para defenderla. No obstante, lo que le dolió fue que era él de quien necesitaba la protegieran. Aquello fue la gota que derramó el vaso.

—Te lo voy a repetir por última vez: quítale las manos de encima. —Leo tenía la mandíbula tan apretada que sentía las encías le punzaban.

—Y yo te pido una vez más que te calmes. —La condescendencia insertada en sus palabras le incitaban pensamientos asesinos—. No tienes por que ponerte así. Se trata de una visita amistosa para saber cómo estaba. ¿Qué piensas que voy a hacer?

Titubeó, y en ese instante de inesperada duda, todo se fue al carajo. No consiguió articular palabras porque no sabía qué decir. Solo podía pensar en la bola incandescente de celos y frustración que crecía de forma exponencial con cada segundo que Carolina permanecía junto a Daniel.

—¿No confías en mí? —La voz dolida de Carolina se escuchó por primera vez desde que llegó. Salió de su escondite y lo enfrentó.

Estaba pálida y sus enormes ojos habían perdido el brillo que los caracterizaban. Se odió. Ahora lo único que quería era abrazarla y olvidarse del mundo entero que ardía en llamas. Por alguna razón inexplicable se quedó inmóvil, como si una fuerza invisible lo encadenara al piso. «¿Qué te sucede, Leonardo?», se reprendió al haber perdido su voluntad. Su comportamiento lo juzgó como la raíz de sus inseguridades.

Ahora, entonces y siempreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora