Capítulo 4: Promesas

607 71 98
                                    

Eros

—¡Sigo sin creerlo! —comentó Pablo—. Esa chica... ¿Cómo dijo que se llamaba?

—Mariand —respondí sin ánimo.

—¡Eso! Mariand. ¿Logró convencerte? —dijo sorprendido.

Estábamos en uno de esos restaurantes de comida rápida. Mariand y su amiga, Paula, creo, habían ido al baño. Las papas de mi plato yacían intactas, no tenía mucha hambre, había comido pizza con mi hermano y Andy antes de salir de casa.

—Claro que no —arrugué la nariz—. Vine porque quise.

—Sí, claro —habló sarcástico—. Te veías de mucho ánimo hace rato.

—¿Y es que ahora sí me veo de ánimo? —cuestioné, irónico.

Pablo soltó una risa corta.

—Acéptalo, hermano —me miró burlón—. La chica de ojos verdes te domó, así —chasqueó los dedos—. Eso no lo veía desde...

—¿Cuánto tiempo tarda una chica en el baño? —desvíe el tema.

Pablo lo notó, pero decidió dejarlo ahí, sabía bien que no me gustaba hablar de ella y lo que pasó.

—Si es con otra chica como una eternidad —contestó.

Miré la hora, eran casi las once. Mierda. El tiempo había pasado muy rápido, tenía que salir ahora, no quería tener más problemas, ya de por sí tenía una absurda carga de estrés injustificada por la situación futura que se avecinaba.

—Ya me voy —dije.

—¿A dónde? ¿Me vas a dejar sólo? —Pablo me miró, desconcertado.

—Tienes a dos chicas de compañía, no le veo problema a eso.

—Eros —insistió.

—Se me hace tarde —me levanté de la silla.

—Recuerda que te conozco —lo miré atento a sus palabras—. He estado en tus buenos y peores momentos, no me engañas fácilmente —hizo una pausa y continuó—. Recuerda que hiciste una promesa.

—Y no la he roto —aseguré—. Pero esto no tiene nada que ver con ella.

—Sólo... —pensó sus palabras—. No hagas una estupidez.

—Cómo si no lo hiciera todo el tiempo —ironicé.

—Sabes de lo que hablo.

—Tranquilo. No lo haré —prometí.

Alcé la vista, las chicas se acercaban a la mesa. Cuando mis ojos se encontraron con los de Mariand su cara de alegría cambió a una de confusión. Era tan bonita. Respiré profundo y disipé aquel pensamiento.

—¿Ya te vas? —me preguntó cuando estuvo cerca.

—Sí. Es tarde —mencioné impaciente—. Creo que para ti también —recordé que fuera del cine me había dicho que tenía como dos horas. Dos horas que estaban a punto de cumplirse.

Mariand miró su celular y su expresión pasó a preocupación. Lo sabía.

—¡Tengo que irme! ¡Ya sólo me quedan veinte minutos!

—Estas cerca, llegarás a tiempo —le dijo su amiga.

—Son tres minutos de aquí a la parada del autobús, otros diez de camino más tres minutos caminando de mi parada a mi casa, esos sin contar el tiempo acumulado entre cada vez que el chofer se detenga y me acabo de gastar dos minutos explicándote. Eso me deja con dos minutos para irme y pagar la cuenta que me dejara con exactamente el dinero justo para el pasaje del transporte —Mariand explicó con tanta fluidez.

Tornado ©   [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora