Capítulo 28: Verdades inciertas

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Eros

Mariand parecía una niña probándose todos los disfraces que había en el centro comercial. Ya se acercaban las fechas de Halloween y Día de Muertos. Decidí ir a comprar algunas decoraciones para la casa, mi hermano estaba muy ilusionado con eso, pero la escuela lo había tenido ocupado, así que mi buena acción para él sería llevarle algo para que creara su obra maestra.

—Me siento una bruja poderosa —comentó Mariand colocándose el sombrero del disfraz—. ¿Alguna vez has ido a una fiesta de disfraces?

—No, ¿tú sí?

—No. Paulina siempre ha tratado de arrastrarme con ella, pero nunca lo ha logrado, no son mi estilo.

Sonreí. No eran su estilo o no le gustaba arreglarse, sería la respuesta correcta.

Mariand dejó el sombrero en su lugar y se puso la máscara de lo que parecía ser un hombre lobo. Eso es lo que me sorprendió de ella, podía tener días difíciles y aun así la veías sonriendo en todo momento, pero yo ya había traspasado esa barrera, sabía lo que la afligía.

La chica de los ojos verdes me colocó la máscara de un payaso tétrico, me peinó improvisadamente, se alejó un poco para observarme y comenzó a reír a carcajadas. Me alegraba que se divirtiera genuinamente.

—Ok, ya, tenemos que darnos prisa —me quité la máscara. 

—No, un rato más —rogó haciendo un puchero.

—Tengo que llevarle sus adornos a mi hermano, sino se la pasara reprochándome que nunca lo llevé a comprar.

—No lo trajiste, mejor cuando venga él compras todo eso, por favor.

—No —la tomé de la mano y la obligué a caminar conmigo.

—Eres tan dulce y terco, ¿qué clase de combinación es esa?

—Así eres tú, creo que se contagia —me encogí de hombros.

—Gracioso —masculló.

La llevé por todos los pasillos, fuimos llenando el pequeño carrito de cada cosa que encontrábamos, calabazas falsas, esqueletos, adornos a los que no les encontraba sentido, pero Mariand sí, en fin, había de todo. 

En un principio ambos entramos temerosos de que nos reconocieran por la última vez que venimos e hice un desastre total con las papas, la suerte estuvo de nuestro lado porque nadie nos sacó del lugar.

—Cuando tenía doce, mi abuelo nos llevó a Pau y a mí a pedir dulces. —Mariand me narraba una anécdota de su vida, emocionada—. La mayoría de las señoras nos dieron fruta, ningún niño quiere fruta, ¿a quién se le ocurre?

—Les hubieras lanzados una de las naranjas como protesta —bromeé.

—Pau lo intentó, pero mi abuelo la detuvo.

Reí. Muchas veces me preguntaba como es que Pablo lograba sobrevivir a su lado, el otro día había llegado quejándose de que le dolían las piernas, le pidió a Andy que le diera un masaje en los pies y ella lo mandó al carajo.

—¿A dónde vamos ahora? —preguntó Mariand.

—Vamos a ir a mi casa y ayudarás a decorar, mi hermano ya debe haber llegado de la casa de su amigo.

—Es sábado, quería dormir —se quejó, la miré mal—. Pero por ti lo que sea, gruñoncito.

Entorné los ojos, reprimiendo una sonrisa.

Llegamos a mi casa, Emiliano al escuchar el alboroto bajó de inmediato junto con mamá, las caras de sorpresa serían algo que recordaría siempre.

—¿A dónde fueron? —cuestionó mi madre.

Tornado ©   [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora