Capítulo 17: Confesiones

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Eros

Me golpeé mentalmente.

¿Qué dije?

La cara de Mariand fue de total sorpresa y yo por dentro estaba igual de todo lo que había dicho. Pero más me sorprendió el que ella aceptara y, no voy a mentir, me sentía extrañamente feliz por escuchar eso, quizá se debía al castigo que ella me había impuesto sin darse cuenta, no me gustaba la sensación desesperante que provocaba el no poder hablarle. 

Aunque también me sentía un tanto culpable por dejar a Emiliano solo en casa, pero bueno, no es como si se hubiera quedado ciego o algo peor.

A la mierda todo.

Comencé a caminar sin objetivo alguno. Al principio, Mariand y yo íbamos a una distancia prudente el uno del otro. Ella contemplando a detalle las calles por las que pasábamos y yo observándola de reojo.

Inhalé profundo. Sonreí y me di ánimos de hacer lo siguiente. La tomé de la muñeca.

Era ridículo, ya antes la había tomado de la mano y ahora me sentía con un adolescente de trece años nervioso por la primera cita con su novia. no encajaba con ninguno de esos puntos, uno, tenía diecinueve; dos, no era la primera vez que andaba por la calle con una chica; y tres, ella no era mi novia.

La última vez que me había puesto así fue con...

Sacudí la cabeza. No. No era momento de pensar en ella, seguramente debía estar con algún chico como era su costumbre o fumando en su soledad como le encantaba, me daba igual.

No es verdad.

Me importaba un carajo.

Mariand volteó de inmediato a verme. La sorpresa era evidente en ella, intercalando su mirada entre nuestras manos y yo. Noté como se sonrojaba y lo único que hizo fue darme un leve empujón de costado sin soltarse de mi agarre.

Esto era demasiado dulce e inocente, no iba conmigo.

Mi yo de unos meses atrás estaba decepcionado de mí.

Mi yo de ahora sólo pensaba en una cosa; pasarla bien con el Mapache.

—¿A dónde vamos? —Mariand preguntó después de un rato.

—Espera. Ya casi llegamos —respondí nervioso por el lugar que había escogido de manera abrupta.

Ella no dijo nada más. Seguimos caminando dos calles y llegamos al establecimiento de dos pisos, con la fachada totalmente descuidada y una pequeña puerta que apenas y dejaba ver cómo era el lugar por dentro. Lo conocía tan bien, había venido veces antes, pero eso desde hace meses que ya no ocurría.

—Aquí es —anuncié.

—¿Una heladería? —arqueó una ceja confundida.

—No cualquier heladería —dije en tono fanfarrón—. Ven, entremos.

—¿Qué tiene de especial? —cuestionó con voz inocente.

La verdad es que me esperaba el chiste sobre si vendían drogas.

—Que parece un simple lugar donde venden helados, pero es más que eso. —La jalé conmigo y entramos.

—Qué filosófico —comentó con burla. Reí cortamente.

Las paredes seguían igual, fondo blanco con figuras de colores pastel. Todo lleno de mesas y sillas igual de coloridas. Con luces, que la gente suele usar en navidad, colgadas en el techo, todo perfectamente decorado y después en el fondo a la izquierda las escaleras que daban a la parte de arriba. Al parecer todo seguía igual.

Tornado ©   [EN EDICIÓN]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora