Capítulo 11 «Bajo el fuego de la autodestrucción»

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Acababan de llegar escapando de aquella caótica emboscada, pero la sensación de persecución, en vez de disiparse, se incrementaba aún más cada segundo que transcurría en aquel entorno científico donde mucha gente realizaba labores de distinta índole, mientras más y más militares se alistaban en una sala contigua donde se escuchaban perfectamente las indicaciones del general Cox: «Disipar la búsqueda hasta el último militar». Para Ignacio era claro, la interpretación era espantosa, ya que estaba viendo a aquellos hombres que tenían la orden de alejar lo más posible al enemigo del hangar subterráneo y era obvio que, por su reducido número en comparación con la ofensiva de las fuerzas gubernamentales, no tendrían chance de regresar con vida. Aquello lo hacía tomar más en serio la responsabilidad que acaecía a tener el privilegio de permanecer con vida mientras otros se sacrificaban. Pero lo que más lo perturbaba mientras reposaba incómodo en su postoperatorio improvisado era lo que había pasado con los restos de Aheila.

—Misui —llamó Ignacio, quien era la única persona conocida entre toda la multitud que podía ver en una improvisada sala de espera.

—¡Chicos, despertó! —gritó Misui a los demás que estaban junto a ella.

—Qué alegría más grande me da volver a decirte algo Ignacio —dijo Isabel echándose a llorar sobre él en un abrazo espontáneo—. Pensé que perderías tu pierna, pero los doctores te la pudieron salvar.

—¿Cuántas horas estuve en pabellón? —Contestó confusamente y algo desorientado.

—Aproximadamente tres horas —respondió Charles.

—Necesito saber qué pasó con los restos de Aheila, muchachos. ¿Alguien sabe si aceptaron preservarla? —preguntó Ignacio a todos los ahí presentes. Pensando únicamente en ella.

—Te tengo buenas noticias —dijo Isabel mientras se secaba las lágrimas .

—¿Significa que pudieron preservarla? ¿Significa que los pudieron convencer? —Dijo jubilosamente Ignacio

—Por supuesto. ¿Acaso esperabas menos de nosotros? —respondió Joseph emotivamente.

—Necesito hablar con uno de los biotecnólogos a cargo de la preservación, chicos —pidió Ignacio.

—Te lo buscaremos, amigo mío —aseguró Charles.

—Isabel, ¿por qué lloras? —preguntó Ignacio con la mirada fija en ella.

—Por algún momento pensé que te perderíamos, dado que se demoraban tanto en pabellón y nadie nos explicaba qué pasaba. La posibilidad de complicaciones intraoperatorias llegó a mi cabeza y ahora que te veo despierto pareciera que tan solo fue un rasguño y, por lo demás, estoy feliz porque los restos de aquella mujer que te salvó de la muerte están a salvo. Me pone la piel de gallina. En realidad, estoy feliz de volver a verte y tenerte tan cerca. No quiero que nada te arrebate tu vida. Es todo lo que una amiga puede pedir, Ignacio —dijo Isabel conteniendo las lágrimas.

En ese instante ingresó el médico que operó a Ignacio y, antes de que todos los demás se levantaran de sus asientos, les solicitó que siguieran donde estaban mientras sostenía en su brazo derecho un extraño dispositivo que emitía una luz de tonalidad azul a lo largo de toda la superficie. Aquel médico no superaba los 40 años de edad, era de tez morena, pelo corto y crespo, de rasgos mediterráneos, quien lucía cansado y mostraba un semblante muy sincero, transmitía un deseo de vivir como a ninguno de los demás miembros militares de aquel hangar se le había notado.

—Ignacio, antes que todo, yo soy el doctor Revello, cirujano y traumatólogo. Te vengo a contar que hemos probado en tu pierna nuestra más avanzada tecnología en osteosíntesis bioacelerada con nanotecnología.

Biodistopía «Destino prohibido»Donde viven las historias. Descúbrelo ahora