XVIII

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XVIII: El adiós.

El orfanato estaba sumido en el silencio aquella mañana del sábado. Los niños habían ido con las otras madres al Retiro para pasar el día, pero ella no, ella esperaba sentada frente al piano, recordando y tocando la melodía que había compuesto para aquellas Navidades. A Nathan le había gustado mucho esa canción y la tocaba una y otra vez, viendo en su memoria la expresión de calma, tranquilidad, comodidad y felicidad del hombre. No era justo. Nada justo que personas como él despareciesen así sin más del mundo... y que nadie las recuerde... que cuente sus historias... aunque Alaia pudiese mantener vivo el recuerdo de Nathan, no sabía nada acerca de él, pero ese tiempo que pasaron juntos, compartiendo anécdotas e historias, ya valía oro.

Terminó cuando empezó a sentir que le dolían demasiado los dedos de las manos y permaneció sentada, con la mirada perdida, hasta que una mano enguantada le tocó el hombro. La chica ni se inmutó.

Alaia, tenemos que irnos. dijo madre Raquel suavemente.

Asintió y se levantó, dispuesta a ir a su cuarto a recoger el abrigo, pero madre Raquel le mostró que ya se lo había cogido y ya podrían irse.

Fueron en el coche de madre Raquel y apenas dijeron una palabra, Alaia miraba por la ventana cómo los coches, los árboles y los paisajes pasaban, como tantas otras cosas en la vida. La mujer le puso la mano en el muslo, como señal de apoyo y ella se giró por primera vez en todo el trayecto, mostrándole una débil sonrisa.

Las palabras que pronunció el cura se escuchaban a lo lejos, mientras los únicos presentes observaban la caja de madera. Sólo estaban madre Raquel, Bobi (aunque nunca conoció a Nathan), un señor joven que no pronunció una sola palabra y otro hombre que le sonaba de algo, pero que no acertaba a saber quién era.

El tiempo aquel día estaba despejado, pero hacía más frío que otros días y una ligera brisa mecía las hojas de los árboles, el pelo y las prendas de los demás. Alaia llevaba un vestido negro de manga corta, cuello cubierto y que le llegaba hasta las rodillas cubiertas por medias del mismo color, así como unos tacones a juego. Llevaba el abrigo sobre los hombros, que también estaban cubiertos por un brazo de Bobi. Se fijó en que la mayoría llevaban gafas de sol, al igual que ella. No le gustaba la idea de que todo el mundo viese sus ojos enrojecidos, que supiesen que había perdido a un amigo y llamase la atención de gente hipócrita, con ganas de meter sus narices donde no les importa, preguntando cómo se encuentra y qué había ocurrido para que se encontrase así. Excepto a esas cinco personas que allí se encontraban, a nadie más le importaba, así que mejor no fingirlo.

Una vez el ataúd quedó enterrado entre tantas capas de tierra, Bobi se llevó a Alaia a un banco, donde permanecieron sentados, ella con la cabeza apoyada en el hombro de su amigo. La chica suspiraba constantemente.

Unos cuantos metros más lejos, alcanzó a ver a madre Raquel dándole un abrazo al hombre silencioso, lo cual le extrañó un montón.

¿Se conocen? preguntó Bobi, que también les había visto.

A ellos dos se unió el otro hombre, el que le sonaba tanto a Alaia. Vieron cómo hablaban entre ellos y, de repente, se giraron todos a mirarla a ella.

Nunca les he visto. No les conozco. dijo confundida.

Pues parece que ellos a ti sí.

Vámonos.

Se levantaron y fueron a decirle al cura que avisase a madre Raquel de que iban a dar una vuelta por el centro. Antes de irse, Alaia paró un momento frente a la tierra húmeda a sus pies. La lápida no estaba terminada, pero aquella misma tarde estaría colocada.

EFÍMERODonde viven las historias. Descúbrelo ahora