Cuatro días al sur de Arley - Parte II

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A pesar de la negativa inicial de la docena de guardias que había reclutado para la misión, la comitiva se adentró en el bosque. Tres de ellos se quedaron en la linde del bosque custodiando los caballos y el carromato en el que habían transportado a la prisionera.

Eudon lamentaba haberlos acompañado. El suelo desigual con ramas y piedras hacían que punzadas de dolor recorrieran su espina lesionada, pero temía que si no los acompañaba los guardias podrían hacer algo en contra de la mujer.

Frente a él, y flanqueada por al menos cuatro guardias armados, avanzaba ella. Con la luz del día pudo ver que bajo la mugre y grasa su cabello tenía un peculiar brillo rojizo, y que su rostro no era del todo horrendo. Tenía grandes ojos azules, y la nariz bañada de pecas, o tal vez tierra. No podía inferir su edad, pero si notaba que era muy joven como para tener un hijo de cuatro años.

La muchacha avanzaba rápidamente, evitando las raíces que sobresalían de la tierra. Conocía aquella ruta mejor que a la palma de su mano. Por el contrario, Eudon no tenía idea de que hacer. Había cedido ante la urgencia de ayudar a aquel infante, el cual podía no existir, o ser más bien una excusa para su asesinato.

De todas formas, poco importaba si moría o no. Llevaba años sin vivir, tan solo sufría esperando el inminente día en que pudiera descansar.

Ya llevaban un cuarto de hora internados en el bosque, cuando las miradas de odio de los guardias comenzaron a apuñalarlo. Si no fuera por su debilidad ante la mujer, todos podrían estar en el castillo bebiendo y apostando.

—Por aquí. —murmuró la chica con un denso acento escocés, virando hacia la izquierda, y pasando entre dos árboles demasiado juntos. Mientras ella pasaba sin problemas, los demás guardias rápidamente rodearon los árboles sin perder de vista a la mujer.

—¡Kennan! —gritó en su escocés nativo.

Todos guardaron silencio. Se encontraban en un pequeño espacio entre los árboles, plagado de maleza y densos arbustos. El lugar parecía tan prístino que nadie creería de la raza humana hubiese rondado aquel rincón en mil años.

La mujer volvió a gritar

—¡Kennan! ¡Estoy aquí!

—¿Qué haces, escoria? —la reprendió uno de los guardias. —¿Acaso llamas a los tuyos?

—Déjala. —se interpuso Eudon, notando que el hombre no entendía el dialecto de la muchacha. —Está llamando a su hijo.

A pesar de la gruesa piel de animal que cubría a la chica, Eudon noto que esta temblaba. Y al avanzar hacia ella notó que en sus ojos brillaban lágrimas sin derramar.

—Él no está aquí. —murmuró la chica con voz temblorosa.

—Tómese su tiempo y búsquelo.

La muchacha se arrodilló entre la maleza y comenzó a observar la tierra y ramas rotas a sus pies.

Ensimismada, comenzó a avanzar, casi olvidando las flechas que la apuntaban y las espadas desenvainadas de los guardias. Luego de recorrer el área varias veces, la chica se puso de pie, con las manos gélidas y temblorosas.

—No lo encuentro.

—¿Qué dice la chica, mi lord? —preguntó un guardia.

—No lo encuentra, necesita más tiempo.

—Ya llevamos casi una hora aquí, perdiendo tiempo con esta basura.

Eudon tuvo dudas si se referían a él o a la chica.

—Esposenla, y volvamos al castillo. —murmuró Eudon. De nada servía estar ahí, cuando la misma chica ya se había rendido.

Cuando la pelirroja paso con la cabeza a gachas junto a él, Eudon le susurró en escocés:

Gideon (1° Libro de Las Crónicas de Caister) ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora