CAPITULO 31

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Pasó el verano, no nos fuimos de vacaciones, sólo unos días al campo de la abuela, unos pocos días debería decir, no llegaron a ser diez. Y no vi a Ezequiel hasta marzo.

Hablábamos por teléfono casi a diario, ya no ocultaba mi interés por él. Mis padres lo tomaron con resignación, pero tampoco estaban dispuestos a dejarme ir a verlo.

En marzo, con el comienzo de clases, volvía a gozar de una pequeña libertad. En el colegio me anoté en varias actividades extra curriculares, que me permitían estar más tiempo en la Capital. Mi idea era que cuanto más tiempo estuviera alejado de San Isidro, más posibilidades tendría de ver a Ezequiel.

A mediados de marzo volví a su casa. Llegué sin avisar. Ezequiel estaba trabajando. Desde que lo habían echado del estudio hacía pequeños trabajos como freelance, y sospecho que la abuela lo ayudaba económicamente. Jamás se lo pregunté a ninguno de los dos, ni ellos tampoco me lo comentaron.

Se alegró mucho de verme, lo sé. Estaba más delgado que la última vez. Su salud estaba muy deteriorada, cualquier germen que estaba por el aire él se lo agarraba. Tomaba vitaminas y, me contó, había días que no tenía fuerzas para hacer sus caminatas.

-Sabía que cuando empezaran las clases ibas a volver. Lo sabía - me dijo- Te tengo un regalo.

Y me regaló una foto. La foto era en blanco y negro. Estaba toda oscura, en el centro había una vela iluminando parte de un pentagrama. El pentagrama estaba en clave de Fa (la clave con la que se toca el chelo)

Esa vez no necesité preguntar nada

Los ojos del perro siberianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora