CAPITULO 30

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Ese fin de año lo pasamos en casa. Mamá había preparado el menú, desde principios de mes. Una semana antes ya estaba cocinando (evitó el pollo con hierbas). Uno de los motivos de celebración era mi ingreso al Nacional Buenos Aires.

Cuando llegó el 31 de diciembre todo parecía estar en orden, mi madre no había dejado ningún detalle librado al azar. Todo estaba planificado.

Al llegar Ezequiel, sólo con verlo, me di cuenta de que hay cosas que no se pueden prever. Había adelgazado mucho desde la última vez que estuvimos juntos, poco más
que un mes atrás, su mirada no tenía brillo, se lo veía débil. Y él lo sabía.

Mis padres, como siempre, se empeñaron en hacer de cuenta que nada sucedía. Pero la verdad era tan evidente, que por primera vez les agradecí sus esfuerzos vanos.

Comimos en silencio. Cada vez que alguien intentaba entablar una conversación, se interrumpía a sí mismo, aun dejando la frase por la mitad. Esta vez no era yo solo el que veía la sombra del ave de rapiña volando en círculos sobre la mesa familiar.

Terminamos de comer pasadas las once. El tiempo que pasó hasta el momento del brindis fue eterno.

Fue la segunda vez que tomé champagne. En el momento de las doce campanadas, toda la familia levantó sus copas. Pero, ¿cómo desearle feliz año a alguien que
probablemente no lo termine?

Me acerqué a Ezequiel y le dije un "te quiero" apenas susurrado. Él me abrazó y me dijo "yo también"

Era todo lo que necesitaba oír

Los ojos del perro siberianoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora