Capítulo 22

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El cuerpo de la abuela se había vuelto muy flaco. No es que hubiera sido gorda. Me acuerdo de una mujer elegante, siempre con el moño alto y bien hecho, su pelo blanco recogido en un moño, una perfecta montaña de nieve. Recuerdo sus lindas peinetas de carey. No había sido gorda; sucede que se había vuelto muy flaca.

Al verla la primera vez en la bañera, me impresionaron su flacura y su piel blanca, la marca de las costillas, los hombros con huesos salidos y filudos. La flacura de la abuela no era la flacura de una enferma sino de alguien que ha adelgazado mucho. ¿Era por la dieta de líquidos que le daban?

    -¿Por qué le dan de comer tantos líquidos y papillas? -pregunté un día a la cocinera de la casa. Me respondió que a la abuela se le había olvidado masticar la carne y pollo y el pescado. Tenía buenos todos los dientes, pero las sopas que ella le preparaba eran sopas hechas con carne, con pollo o con pescado triturados. Así que no estaba flaca por la dieta sino porque hay viejos que se van adelgazando hasta quedar en los huesos.

No me gustó esta explicación. Traté de recordar si había conocido ancianas muy gordas y no encontré ninguna. Seguramente había ancianas gordas. Muchas. Y si las había, yo no las conocía. Así que empecé a pensar que todas las andanas eran como mi abuela: flacas, muy flacas, huesudas, frágiles, como pajaritos.

¿Conocían esa palabra, frágiles?

    -Vete a tu cuarto -decía mi madre si creía que ya había pasado demasiado tiempo con la abuela, si ayudaba a darle de comer, si elegía el vestido que le pondría la enfermera.

Ustedes creen que no puedo hacer que mi abuela juegue conmigo, que, si lo hago, ella ni siquiera se va a enterar de que su nieta Alexandra juega para que ella también juegue. Pensaba decirles eso a mis padres. Nunca se los dije. Pero una cosa era cierta y se las voy a decir a ustedes. Si se las hubiera dicho a mis padres habrían dicho que eran embustes míos. Se los voy a decir ya mismo: el día en que saqué la ropa de Melisa del pequeño armario de cartón que yo misma forré con terciopelo rojo, la caja donde le guardo la ropa; el otro día, cuando me senté en el suelo a poner orden en el armario donde guardaba la ropa de Melisa, el rostro de mi abuela se llenó de alegría. Puedo jurar que vi el movimiento de sus labios, como si fuera a decir algo.

Melisa fue un regalo de mi abuela. Es una muñeca ahora muy vieja que me regaló ella cuando yo tenía cinco años. Me gusta por lo vieja y porque es la única muñeca que conservo de aquellos años, cuando me gustaba jugar con muñecas. Ya no juego con muñecas, ni más faltaba. Pero Melisa no era una muñeca sino una amiga. Hablaba con ella. Dormía con ella. A veces me bañaba con ella en la tina llena de agua tibia y rebosante de espuma. Para hacerlo la envolvía en papel delgadito y transparente, de ese que se usa para guardar los alimentos en la nevera, la envolvía en su vestido de plástico. No lo hacía siempre porque la pobre Melisa fuera de trapo y de tanto vestirla y desvestirla con el plástico se mojará y pudiera podrirse.

A nadie le dije todavía que juego en la bañera con esta muñeca porque se burlarían de mí. Así que el día en que vi el rostro alegre de la abuela y la sonrisa de sus labios y el brillo de sus ojos, creí que todo eso sucedía porque ella comprendía lo que yo estaba diciéndole a Melisa. Todo eso estaba pasando porque se sentía feliz de verme jugando con una muñeca que ella me había regalado a los cinco años.

    -Pórtate bien -le decía yo a Melisa-. Si te portas bien, la abuela nos va a llevar a un largo viaje. No me preguntes a dónde. La abuela no me ha dicho toda-vía a dónde vamos a viajar, me dijo que nos llevaría a un país lejano.

Levanté la vista hacia los ojos de la abuela. Había dejado de balancearse en el mecedor.

    -¿Es o no cierto que nos llevarás a un largo viaje? -le pregunté mientras alisaba con la palma de la mano la ropa de Melisa. Ella dijo que sí. De eso estaba segura: me había dicho que sí, moviendo apenas los labios y la cabeza. Para responderme había dejado de mover el mecedor.

En ese momento, yo creía que empezaba a entenderme con la abuela, pero vino la enfermera y se la llevó a su cuarto. A cambiarle los pañales. A la abuela le daba pereza hacer por sí misma las cosas que siempre hizo en la vida. Le daba pereza ir al baño. Como a los niños que se orinan en la cama porque les da miedo levantarse en la noche, ella también se orinaba en la cama. Le daba pereza hacer lo que siempre hizo, por eso hacía las necesidades en la silla o en la cama. Sabía que una enfermera vendría a ayudarla, a cambiarle los pañales si se orinaba, a limpiarla y lavarla si se hacía popo. O a llevarla con tiempo al baño para que no se hiciera esas cosas con la ropa puesta.

Cosas naturales, de todas maneras, aunque haya todavía personas que no hablan de estas cosas porque creen que son cosas groseras.

    -Esto empezó a sucederle hace como un año -me dijo la enfermera, porque antes no era así. Ella controlaba sus necesidades.

En la laguna más profunda.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora