Capítulo 13

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¿Iba a decirles algo sobre Juan Gustavo? 

Lo que les quiero decir es muy corto.
Fue mi primer amor de lejos. No lo fue porque creyera que era un príncipe azul. Me enamoré de él porque había leído muchos libros y leería más libros que yo, porque encontraba la síntesis de las cosas, porque parecía un pavo real en el centro de un jardín lleno de libros. Y, sobre todo, porque una mañana dejó de ser el más repelente, alto y gordo de la dase y me dejó una hoja de papel con un mensaje que guardo todavía como una de las cosas más absurdas y lindas que me hayan sucedido.

 ¿Qué escribió Juan Gustavo en ese papelito?
 Solo les puedo decir por ahora que la letra era como la caligrafía de una colegiala que ha estudiado con monjas, una letra curvada y clara, con pequeños adornos en las mayúsculas. Arabescos, pensé.

 Me llevaba apenas un año, es decir, andaba por los trece. Nadie creería que a los trece años se pudiera tener esa estatura y ese apetito de libros. De libros y de comida, porque Juangú -como lo llamaba cuando él se permitía el lujo de hablarme- era un tragaldabas insaciable. Un comelón, un glotón, un barriga-sin-fondo desvergonzado. 

Además del morral que llevaba siempre colgado del hombro, de la corbata mal anudada y de la falda de la camisa blanca saliéndole por la cintura de los pantalones, Juangú llegaba con un montón de papel encuadernado debajo del sobaco. Sudando. Sudando tanto, que el cristal de sus gafas se empañaba y él tenía que quitárselas y secarlas con un pañuelo.
Mientras lo hacía, entrecerraba los ojos. Esos gestos lo hacían parecer el muchacho más torpe y descuidado del mundo. Se enredaba en el delgado cable de los auriculares conectados a su teléfono celular, mientras escuchaba música, nunca me quiso decir qué dase de música, pero por los movimientos de la cabeza y de las manos, era posible que escuchara siempre música clásica. 

A mí me angustiaba verlo llegar con ese cargamento de papel impreso y me angustiaba mucho más saber que no había página de ese cargamento que él no se hubiera leído, estuviera leyendo o esperara leer algún día. Lo tenía en sala de espera. Le gustaba decir eso:

   -Tengo a Lord Jim en sala de espera.
   -¿Quién es ese?
   -¡Qué ignorante eres! -respondió sacando pecho, que en su caso era como sacar barriga-. Es una novela de Joseph Conrad sobre la cobardía y la culpa.
  -¿Por qué andas siempre con esa montaña de libros? -le pregunté otro día. 

Si me hubiera dicho que los pedía prestados en la biblioteca para leerlos, le habría preguntado si leía dormido.
  -¿Eres tonta o qué? -me replicó-. ¿No te has dado cuenta de que son libros descuadernados y viejos?
  -¿Entonces para qué?
   -Mi padre tiene un taller de encuadernación y reparación de libros -dijo con expresión de burla-.
Recojo en la casa de los dientes los que se encuentran en peor estado y a la semana siguiente se los llevo nuevecitos. La clínica de mi papá fue la misma clínica de mi abuelo y, desde entonces, mi familia es la unidad de cuidados intensivos de los libros moribundos. 

 -¿Entonces no los lees? 

 -¡Leo algunos! -exclamó mirándome con amable desprecio.
 ¿Cómo es eso de amable desprecio?, me preguntarán ustedes.  

   Levantar una ceja, torcer los labios, mover la cabeza horizontalmente, como si me dijera: "Tú no tienes remedio". Ese era el amable desprecio de mi amigo.
  -No los lees todos... -repetí atontada.
  -No los leo todos porque los libros que mi padre repara y encuaderna no son todos buenos. La gen-te guarda mucha basura. Aunque debo decir que no me importa, tratándose de libros. Si la gente los guarda, es porque los quiere. 

  ¿Qué fue entonces lo que escribió Juangú para que, desde ese instante, cayera perdidamente enamorada de él?

"Tu corazón es una página en blanco. Me gustaría escribir sobre el".                                                                                                                                 JG 

  Han pasado cuatro, cinco años, casi seis. Leo la frase y todavía me río, aunque entonces, al leerla por primera vez, no me reí sino que sentí temblor en las manos y agitación en la respiración. Es una frase cursi, pienso a veces, pero fue la primera frase amorosa que me dedicó un muchacho antes de cumplir los doce años. Un muchacho que no era tan muchacho. Un muchachón que medía un metro con setenta y seis y pesaba noventa y ocho kilos, según decía él cuando le preguntaban por peso y estatura.
  -No me miren así -se defendía-. Ya sé que soy una exageración de la naturaleza. ¿Quieren que les diga una cosa? Prefiero ser un exceso y no un defecto. 

Esta respuesta nos puso a pensar durante días y días. Es justo entonces que ustedes se dediquen también a descifrarla. No es difícil. ¿Qué quiso decir Juangú con esa frase? El papelito de la fortuna, como empecé a llamarlo, no nos acercó, como deben estar suponiendo. Nos alejó. Si antes nos encontrábamos y hablábamos con naturalidad, desde el fatídico día del papelito evitábamos mirarnos a los ojos. Lo veía de lejos y le huía. Noté, sin embargo, que desde entonces ponía más cuidado en la manera como llevaba el uniforme del colegio. Me peinaba con más esmero. Me echaba un poco de color en las mejillas. Le subí dos centímetros al ruedo de mi falda, por encima de las rodillas. En la clase, me sentaba lejos de él. No obstante, leía y releía su frase y guardaba como un tesoro el papelito.
  Fue mi primera carta de amor.
  Pasaron varios meses, se terminó el curso, nos fuimos de vacaciones, sufrí mucho al saber que no lo vería todos los días, pero antes de 'separarnos" sucedió algo que se volvió más inolvidable que el papel y la frase: el día de final de curso, no sé cómo, fui sorprendida en un pasillo por Juan Gustavo el Repelente. Frente a frente. Mirándonos a los ojos. Ambos temblando del susto de encontrarnos. Su cara enrojeció mientras la mía empalidecía. Juangú y su familia se mudarían a Buenos Aires. Era la despedida. 

   De repente, sin esperarlo, aquel muchacho de cara redonda y mofletes y gafas de cristales muy gruesos, me tomó la cabeza, la sostuvo apretada unos segundos y me dio un beso en la boca.
   ¿Un beso de verdad?
   No sé. Creo que fue un beso de mentiras: el beso de un muchacho asustado que cierra los labios, busca la boca de una niña asustada y sale corriendo por los pasillos. Menos mal que no hubo testigos.
   No volví a verlo en mucho tiempo. Supe de él cuatro años después. La página literaria de un periódico muy importante de una ciudad argentina llamada Salta publicó el "primer poema de un joven y precoz escritor de Colombia que vive hace dos años entre nosotros" Venía su foto. No podía ser otro.
    ¿Quién me había hecho llegar esa página escanea-da a mi correo electrónico?
    No sé si el poema era bueno. Tampoco si era malo. Hablaba de "la joven vida", del "temblor de la despedida" y del "beso robado en la soledad de un pasillo en penumbras." Y estaba dedicado a A.B., pero daba la casualidad de que en nuestra clase había una muchacha muy bonita llamada Andrea Barrientos.
   Al recordar este detalle, me reí para mis adentros.
Juan Gustavo seguía haciéndome jugarretas. 

En la laguna más profunda.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora