Todos los días me levantaba muy temprano. A las seis menos cuarto de la mañana. Apenas tenía tiempo de bañarme, cambiarme y desayunar deprisa en la cocina. A esas horas nunca preguntaba por la abuela. Sabía que a esas horas ella debía de estar durmiendo. Y puesto que yo no venía a almorzar a casa porque almorzaba en el colegio, llegaba a las cinco y media de la tarde y lo primero que hacía era asomarme al cuarto de la abuela y darle un beso en la mejilla. Si no estaba en el cuarto porque el atardecer era bonito, la buscaba en el quiosco del jardín.
La encontraba sentada en el mecedor, como si estuviera contemplando la caída del sol. Mis padres decían que a la abuela siempre le había gustado contemplar el sol de los venados.
La verdad es que el jardín dé nuestra casa no estaba muy cuidado. El quiosco era un sitio bonito, redondo y grande, con techo de paja. Y no ataba bien cuidado, porque mi padre lo prefería así. Decía que le gustaba que el jardín tuviera una vegetación agreste, esa era la palabra que usaba. Y yo me imaginaba que agreste era todo lo que creciera sin ponerle demasiados cuidados.
Un día me imaginé con los cabellos agrestes, tan largos y desordenados, que parecían un jardín descuidado. Otra noche soñé que el jardín era tan agreste que las ramas de los árboles no eran verdes sino negras, que se movían con el viento, de pronto ya no eran negras sino moradas y verdes, soñaba que el tronco de esos árboles se movía también y que, poco a poco, eran como inmensos y extraños animales prehistóricos moviéndose entre árboles inmensos. Las ramas de un árbol se enredaban con las de otro árbol. Crecían, iban creciendo, crecían tanto que empezaban a salirse del jardín de nuestra casa. Las ramas de ese árbol misterioso destruían los muros y avanzaban hacia la calle mientras yo los contemplaba en las profundidades de mi sueño. Y como tenía la sensación de quedarme sola y quieta mientras los árboles salían del jardín, saltaba por la ventana y me iba detrás de los árboles gigantescos que avanzaban por el centro de las calles vacías de una ciudad desconocida. No conocía la ciudad del sueño. Les gritaba que me esperaran, pero el viento que empujaba a los árboles era cada vez más fuerte. Un vendaval. Ya no podía correr detrás de los árboles convertidos en gigantescos animales desconocidos. No podían tampoco esperarme. Las ramas parecían brazos, las hojas parecían alas sin ser alas, las raíces eran como los brazos de un are mal marino. Un pulpo grandísimo. Como los brazos de un pulpo oscuro y grandísimo.
Me había metido en una extraña selva de árboles y animales, árboles que parecían animales, animales que tenían la forma de árboles. Pero me llamaba más la atención y me hipnotizaba el árbol que parecía un animal marino.
Imagínense la clase de pulpo en que se convertían las raíces del árbol.
Las calles dejaban de ser calles y parecían un mar revuelto en el último día del mundo. Por el mar, como extraños barcos salidos de las profundidades, avanzaban árboles con ramas parecidas a los brazos de un pulpo oscuro. A los animales les salían raíces y a los grandes árboles les salían patas. ¡Qué confusión! Distinguí al final el Ficus tequendamae que me habla ayudado a descubrir la abuela. En el fondo, muy en el fondo, ella me hacía señas de acercarme pero yo ya no podía seguir.
Cuando desperté, me sentí muy emocionada y sola.Recordé el sueño y me dirigí hacia la ventana que daba al jardín. Los árboles seguían en el lugar de siempre. Eran solamente árboles de un jardín agreste.
Esa tarde, le conté mi sueño a la abuela. Le hablaba y ella me miraba fijamente y yo estaba segura de que me escuchaba. Creo que le saqué una sonrisa.
Después de aquel sueño, no fui capaz de mirarme al espejo e imaginarme con un bosque de cabellos enredados, tan enredados como se enredan en los bosques las ramas, las lianas y hasta las raíces.
-Abuela, soñé que me convertía en un nudo de ramas y raíces -dije en voz alta para que la abuela me escuchara. Tal vez pudiera entenderme, quizá guardara estas imágenes y sonriera para dentro.
Mis padres aseguraban que la abuela ya no sabía que yo era su nieta Alexandra, la muchachita que se alegraba al verla y la saludaba de beso y que ella cargó alguna vez en sus brazos. Para la abuela, todo era ahora lo mismo: los besos, los rostros, las personas. Eso creían mis padres. Era muy triste darse cuenta de eso, me dijeron. Y me hablaron de los síntomas de la enfermedad que se habían empezado a agravar en Cartagena.
La abuela no sabía tampoco que esa mujer, mi madre, era su hija y ese hombre, mi padre, su yerno. No sabía que la mujer se llamaba Francina y el hombre Alfonso. Eso decían ellos. No sé cómo hacían para saberlo. Uno puede saber las cosas sin tener que decirlas.-En el mundo en que ella vive -dijo un día mi padre-, todo es un misterio.
-¿Qué es un misterio?
Lo pregunté por preguntar. Yo sabía lo que eran los libros y las películas de misterio, y sabia que las películas de misterio eran las que nos meten miedo en cada escena, y el misterio consiste en no saber lo que va a pasar en la escena siguiente.
-Un misterio es todo lo que pasa y existe pero que no comprendemos por qué pasa o existe -se le adelantó mi madre, como si yo le hubiera hecho a ella la pregunta.
Fui a buscar el diccionario y allí decía que misterio es "una cosa arcana o muy recóndita, que no se puede comprender o explicar". Pero ¿Qué quería decir arcana, qué quería decir recóndita?
Me puse a buscar después esas palabras. Recóndito es algo muy escondido y arcano es recóndito y secreto. Mejor dicho, lo mismo. Ese es el problema de los diccionarios: una palabra lleva a otra y de esa palabra te devuelven a la primera. Un círculo vicioso, dijo mi profesor de lengua cuando se lo comenté.
Cada vez que iba a buscar palabras en el diccionario las escribía en una libreta. Recuerdo mejor las cosas si las escribo. Guardo esas libretas desde pequeña y por eso recuerdo muchas cosas, porque las escribo. Si me dedicara a ordenar esas libretas por cursos en la escuela, podría medir la estatura de mi vocabulario.Yo sé que un vocabulario no tiene estatura sino extensión, pero no me importa. Así como se mide el crecimiento de los seres humanos, en la misma forma debería medirse el crecimiento del vocabulario. Uno se vuelve mayor cuando sabe y recuerda más palabras.
- No sé, eso es lo que pienso.
- ¡cómo has crecido!, deberían decirle a uno cuando utiliza muchas palabras nuevas, distintas de las que había usado el año pasado.
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En la laguna más profunda.
Ficção AdolescenteNovela de Óscar Collazos, escritor, periodista y crítico colombiano. Es una obra perfectamente accesible para lectores jóvenes.