Me figuro que hay viejos que prefieren vivir solos y les molesta estar rodeados de gente que los cree inválidos y que se la pasan todo el tiempo ayudándolos a hacer lo que ellos pueden hacer por sus propias manos.
No es que la abuela prefiriera estar sola, pero si le molesta que creyeran que era una invalida.
Papa, mama, la tía esmeralda y su marido Arturo, aceptaron que la abuela había empezado a tener dificultades al hacer algunas cosas y que había que ayudarla a hacer lo que antes hacía sola. Eso sí, había que tener mucho cuidado y no ofenderla.
En las semanas que siguieron al episodio de los muchachos muertos, la abuela hizo cosas divertidas como permanecer juiciosamente sentada en la visita, escuchar música y levantarse a bailar sola con una sonrisa de aquí a la eternidad. Cosas de esas. Se burlaba de la gente sacándole la lengua. Tomaba más de una copa de vino, saludaba y abrazaba a gente que no conocía, como si la conociera desde siempre. Firmaba un cheque por una suma muy superior a su saldo para pagar la cuota de una hipoteca que había terminado de pagar hacía diez años. Invitaba a sus amigas a casa sin haberles dicho nada a mis padres y había que salir a comprar lo que se necesitaba para atender a diez mujeres en visita inesperada. Llamaba a una con el nombre de otra, confundida a Virginia con azucena, a magnolia con rosa y a rosa con Jacinta.
¿Pero quién no confunde el nombre de las flores?
-menos mal que a ninguna le ha dado por llamarse astromelia- dijo un día
Todas estas confusiones parecían bromas disparatadas de la abuela. Mis padres las contaban sin poner cara de tragedia. Mis primos y yo nos reíamos de esas ocurrencias.
Abuela le pedía a la empleada que preparara un ponche para todas. Brandy, huevo, leche, azúcar, cascaras de limón rallada. Se sabía la receta, las dosis exactas para hacer un ponche que alegrara el espíritu. Esta era la bebida favorita de la abuela cuando se levantaban la falda, quiero decir cuando se ponía alegra. Así decían las viejas de antes levantarse de la falda. Recordaba entonces la época en que la abuela bailaba rock and roll y se ponía minifalda según mis cuentas, eso había pasado hacía más de medio siglo.
-Te gusta mucho el ponche, ¿verdad, abuela?
-me gustaba –dijo.
En opinión de mi madre era una bebida de señoras que no bebían.
A mi madre, francina, la única bebida que le gustaba era el agua, bien fresca y con ramitas de hierbabuena para saborearla. Si estaba enfiestada, preparaba jugos de muchas frutas y los decoraba con cáscaras de naranja o limón en flecos enrollados. A duras penas, para ponerse contenta, echaba al zumo de unas gotitas de aguardientes de caña. Mi padre, en cambio, se tomaba uno o dos whiskies con mucha agua.
Cuando jugaba cartas con sus amigas, la abuela ponía encima de la mesa de juego unas copitas y una botella de ponche. Servían la bebida con unos cubitos de hielo.
En una ocasión, Mamamenchu se fue a jugar cartas con una amiga. Llevaba de regalo una botella de bebida preferida. No permitió que mi madre la compañera. Le dijo que sabía perfectamente donde vivía su amiga. Después supimos que pasó horas buscando la casa y cuando se cansó de buscarla se le olvidó por qué estaba en la calle. Entró a un centro comercial y se dedicó a mirar vitrinas y a preguntar por el precio de cada cosa. Saludaba amablemente a la gente que no conocía. Conversaba con las dependientas como si hieran sus amigas de siempre. Se aburrió de dar vueltas y salió del centro comercial. En vista de que llevaban más de dos horas esperándola para empezar la partida de bridge. Marta Teresa. Su amiga. Llamó a casa.
La encontraron en un parque, muy cerca del centro comercial dándoles comida a las palomas. Finalmente, nos la trajo una vecina que la conocía. Todavía llevaba en la cartera la botella de ponche que tomarían durante la partida.
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En la laguna más profunda.
Teen FictionNovela de Óscar Collazos, escritor, periodista y crítico colombiano. Es una obra perfectamente accesible para lectores jóvenes.