Capítulo 10

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Me acuerdo muy bien de la época que pasó con nosotros en Cartagena. Yo tenía diez años, iba para once. Vivíamos en el barrio de Manga, frente a la bahía. Me habría gustado vivir en una de las casas antiguas del barrio, pero vivíamos en un edificio nuevo de dieciocho pisos. En las tardes, paseábamos juntas haciendo un rodeo a la bahía. Si mis padres me daban permiso, la llevaba hasta el centro amurallado, siempre cogidas de las manos, A la abuela le encantaba subir a uno de los baluartes y sentarse a mirar el mar y la ciudad, fascinada por las torres de las iglesias y los miradores de las casas antiguas. Un día, al pasar la mano por la superficie de uno de los cañones emplazados en el baluarte de Santo Domingo, dijo que le traía recuerdos de piratas.

-Quiero subir allá arriba -me dijo un día, señalando con la mano el cerro de La Popa. Se lo conté a mis padres y organizamos un paseo de familia. La abuela parecía una niña deslumbrada por el tamaño de la ciudad. No distinguía ningún sitio, pero lo que más le llamaba la atención eran el mar y la Ciénaga de la Virgen. Parecía como si estuviera descubriendo por primera vez la ciudad. Señalaba emocionada los barcos atracados en la bahía y preguntaba por la nacionalidad de cada uno.

Continuamos haciendo paseos a la ciudad vieja, hasta que mi madre dijo que no debíamos salir de casa sin la enfermera.

En el barrio donde vivíamos, las casas viejas y grandes, algunas tan hermosas que parecían pequeños palacios árabes, seguían al lado de las torres altísimas que se construían de la noche a la mañana. Como el barrio se llamaba Manga, mi padre empezó a llamarlo Mangattan. Al otro lado de la bahía se veían los edificios de Castillogrande y Bocagrande. Y, no muy lejos, los barcos. El puerto estaba a la izquierda. De vez en cuando, veíamos un inmenso crucero blanco. Y mucho más lejos, la isla de Tierrabomba

La abuela se sentaba en el balcón, siempre bajo el ojo vigilante de su enfermera. Si estaba de buen humor contaba los veleros y trataba de adivinar su procedencia según los colores de sus banderas. Si estaba de mal humor, decía que las lanchas que su surcaban la bahía estaban envenenando las aguas. Le pedía a mi padre que hiciera algo para impedirlo, que llamara a la Capitanía del Puerto o al presidente de la república

-Le están echando veneno al mar -decía en tono de alarma-. Están envenenando el río -decía cuando se confundía.

Creía que el mar era el río.

Si algo recuerdo entre todas las cosas fue el viaje que hicimos a las islas del Rosario. Fuimos a pasar el fin de semana en Isla Grande. Regresaríamos el domingo por la tarde. Casi todo el tiempo, la abuela se la pasó sentada en una mecedora con la vista puesta en las aguas. Muy cerca de la orilla, como si contemplara los corales.

Me inquieté al escucharle una de esas frases que ella pronunciaba como si fuera una sentencia. Estaba mirando el paso de tres veloces lanchas de motor frente a la isla, cuando dijo:

-Veo un cementerio de peces en una piscina de gasolina y aceite.

-¿Qué dijiste, abuela? -le pregunté.

-Lo que oíste -susurró ella.

-¿Te gusta esta isla, abuela?

Me quiero quedar aquí toda la vida -dijo antes de que regresáramos a Cartagena-. Esos corales me dan pena -añadió

Aquella tarde, con permiso de mis padres, guiadas por un nativo del lugar, recorrimos de un extremo a otro la isla. Nos internábamos en la maleza, pasábamos un campo sembrado de cocos y salíamos de nuevo a la orilla del mar. En uno de los esteros, entre los manglares, la abuela distinguió un verdadero banco de cangrejos. Se quedó mirándolos. De un momento a otro, empezó a caer un tremendo aguacero. La abuela no quiso guarecerse en una casa con techo de palma. Prefirió caminar bajo la lluvia. Levantaba las manos con las palmas hacia arriba y recibía el agua que luego se echaba en la cara.

En la laguna más profunda.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora