Regresamos a la capital, pero la abuela no se dio cuenta de que habíamos cambiado el mar por las montañas, el calor por el frío. Por mi parte, cambié las sandalias y los pies descalzos por los zapatos con medias; las blusas de algodón refrescantes por los suéteres de lana; las bermudas por los yines, el lino por el paño.
La abuela regresó con nosotros en un largo viaje por carretera que duró más de veinte horas. Atravesamos valles y montañas, vimos ríos grandes y pequeños, padecimos calor y sentimos un frío que nos atravesaba los huesos.
Yo ya tenía doce años.
No habíamos querido cerrar ni vender la casita de campó de la abuela, así que algunos fines de semana nos íbamos de paseo para allá. Todo seguía intacto. Seguía intacto el árbol de ramas que caían hasta el suelo y parecían los cabellos blanquecinos de un gigante. Así le decía yo a la abuela: que las ramas de ese árbol centenario eran como los cabellos blanquecinos de un gigante.
Los cuadros de la casita de campo eran los mismos que yo recordaba. El viejo sofá de cuero donde la abuela hacía la siesta, arropándose con una manta de lana a cuadros, ese sofá era el mismo. Aunque la tía Esmeralda quiso que lo cambiáramos por un sofá nuevo de cretonas floreadas, mi mamá dijo que no: ese era el sofá preferido de la abuela y, además, se hallaba en buen estado.-¿Qué es eso de estar botando las cosas porque son viejas? -le preguntó mi madre a la tía.
-Todas las cosas cumplen su ciclo -respondió ella.
-Pero por eso no las enterramos vivas -le replicó mi madre.Mi padre intervino cambiando de tema. Dijo que había que revisar el drenaje del jardín, pues la lluvia se estaba empozando.
Todo seguía estando en su sitio. Casi todo. Todo menos la pintura al óleo de la sala. Era un paisaje pintado por mi bisabuelo, es decir, el abuelo de mi madre, un cuadro que no tenía firma sino una fecha: 1900.
¡imagínense! Un cuadro pintado el año en que empezó el siglo xx.
Mi bisabuelo ya no estaba con nosotros pero ese cuadro seguía allí recordándonos que el padre de mi abuela pintaba paisajes y retratos en sus ratos libres. Pintaba cuadros con paisajes de la sabana y los cerros. Pintaba a la gente que conocía. A los campesinos y a los niños de la familia.
-Nada de eso existe ahora -dijo mi padre un día, mientras mamá trataba de recordar los temas que pintaba el bisabuelo.
¿Es que las cosas que hace la gente duran más que la propia gente?, empecé a preguntarme.
Creo que sí.
Un paisaje con grandes, altísimos árboles al pie de un pequeño río. Una casa en el centro de los árboles. A lo lejos, un delicado fondo de montañas. Colores apagados, como si mi bisabuelo hubiera visto el paisaje detrás de una cortina de seda.
Ese fue el paisaje que la tía Esmeralda se llevó a su casa de la capital sin preguntarle a nadie. Seguramente le gustaba mucho, porque nadie cuelga en una pared de su casa un cuadro que no le guste.
-¿Qué se hizo el cuadro del abuelo? -le preguntó mi madre a la tía.
-Lo llevamos a nuestra casa -respondió-. ¡Ella ni lo mira! -dijo a manera de justificación.Mi madre no estuvo muy convencida de esa respuesta. Un día sorprendió a la abuela de pie, mirando la mancha rectangular de la pared. Faltaba algo. La pintura era más clara. Faltaba el cuadro que ella siempre encontró en ese sitio. Pero no dijo nada. Lo mismo hizo al día siguiente: se paró ante la pared y se. quedó unos minutos mirando el vado de la pintura más clara perfectamente dibujado en la pared.
Mi mamá dijo que a la abuela le estaba haciendo falta aquel paisaje.
Mi mamá le preguntó a la tía por el cuadro y ella dijo que Je estaban ofreciendo una platica por él. Que no se preocupara. Si lo vendía, dividirían la plata en dos mitades. Mamá se enfureció.
-Si vendes ese cuadro, hasta allí llegamos -le dijo-. Ese cuadro es de la familia.
La tía no era mala persona, les dije antes. Estoy segura de que no lo era ni lo es. Lo que sucede es que le gusta mucho la plata, mucho más que el paisaje pintado hace den años por su abuelo. Lo que sucede es que prefiere salir de sus problemas sin importarle para nada la gente que la rodea. Hace cosas buenas, pero no piensa que al hacerlas está perjudicando a los demás. Como les dije, es de las personas que quieren demasiado y aprietan y aprietan hasta ahogar a los que quieren.Gracias a las rabietas de mi madre, la tía devolvió el cuadro a su sitio. Probablemente sea una exageración de mi madre, pero nunca puse en duda la veracidad de lo que dijo:
-¡Si hubieras visto la cara de felicidad de la abuela!
Según mi madre, Mamamenchu se plantó frente al cuadro y mostró la más increíble y bella de sus sonrisas. El cuadro que había extrañado estaba de nuevo en su sitio.
-Se lo van a comer los gorgojos -pronosticó la tía Esmeralda, muerta de rabia porque la habían obliga-do a devolver el cuadro a su sitio.
-Si no se lo han comido en cien años -le respondió mi madre-, va a estar mucho más tiempo que nosotras en perfecto estado. Primero nos comen a nosotras.
-Es solo un cuadro mediocre -se enfureció la tía Esmeralda.
-Un cuadro mediocre pintado por nuestro abuelo -le respondió mi madre-. Para la familia, en cambio, debería ser la mejor pintura del mundo.
Como siempre, mi padre tuvo que interrumpir la discusión. Lo hacía cambiando de tema, restándole importancia al duro intercambio de palabras de las hermanas. La abuela daba la impresión de estar casi siempre ausente pero no lo estaba tanto. Se alegraba de que Antonia, la hija de Hermenegilda, se acercara y la tomara de la mano. Le respondía con muy pocas palabras y con un tono muy débil. Todos creíamos que la abuela la confundía con la madre.
-No se sorprenda, Antonia -le dijo mi madre-, si mamá la confunde con Hermenegilda.
-No. sé preocupe señora, que a eso estamos jugando desde que nos vimos.
Sin embargo, una mañana sucedió algo inesperado y extraño.
Antonia ayudó a vestir a la abuela, salió con ella al comedor y le sirvió el desayuno. Al terminar, la tomó de la mano y le dijo que dieran un paseo. Salieron de la casa y vieron el jardín florecido. Arrancaron malezas, retiraron de su tallo las flores marchitas.
Habían caminado unos metros más allá de la verja de la casa cuando Antonia notó algo raro en la abuela. No le dio importancia.
A medida que se alejaban de la casa, sintió que la abuela caminaba unos pasos y se detenía bruscamente. Caminaron unos metros en dirección al sendero que conducía al tupido bosque de altos árboles y sintió que la abuela no solamente se resistía a seguir sino que halaba en sentido contrario.
-Regresemos -alcanzó a decir. Antonia asegura que le escuchó decir esa palabra.
-Demos un paseo por el camino, abuela -le dijo-. Mire que ahora lo tienen muy bien cuidado, mire que le pusieron ladrillos.No esperaba que la abuela reaccionara de esa manera y con tanta fuerza, ni que la expresión de su cara fuera la de alguien que ha visto un espanto.
-¡Regresemos! -dijo la abuela sacando fuerzas de su garganta. Eran las primeras palabras que pronunciaba en muchos días.Regresaron a casa y Antonia le contó a mi madre que la abuela no había querido dar el paseo por el sendero que llevaba al riachuelo.
-¡Ah! -exclamó mi madre-. ¡Es que usted no sabía!
-¿No sabía qué? -preguntó Antonia.
-Nada -la tranquilizó mi madre-. Cosas de vieja.
Mis padres supieron de inmediato que la abuela mantenía guardado en alguna parte de la mente el episodio que la había alejado para siempre del bosque y de la costumbre de hacer un paseo casi diario hasta el Ficus tequendamae.
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En la laguna más profunda.
Genç KurguNovela de Óscar Collazos, escritor, periodista y crítico colombiano. Es una obra perfectamente accesible para lectores jóvenes.