Mi cuarto quedaba en el segundo piso de la casa, al fondo del pasillo, después del cuarto de mis padres. Todos los cuartos del segundo piso tenían ventanas, que daban al jardín. Si el viento soplaba fuerte, las ramas de los árboles se mecían. Yo me imaginaba que el movimiento de las ramas era parte de una película.
Las ramas de los Arboles moviéndose con huerta y golpeando los cristales de las ventanas, el aguacero implacable cayendo sin parar, truenos y relámpagos durante toda la noche. Lo que se dice una noche fantástica.
Salía al jardín, mejor dicho, me imaginaba saliendo al jardín en medio de la tormenta; estudiaba el silbar del viento como si Ibera el quejido <le pequeños monstruos nocturnos y buscaba refugio debajo de un cobertizo, sin poder huir del estruendo de la tempestad. Quería pedir ayuda pero nadie acudía a auxiliarme. Me quedaba amarrada al cobertizo hasta que disminuía el aguacero.
El dio clareaba.
Había estado soñando.
Siempre me pregunté por qué a los niños les gusta imaginarse cosas que dan miedo. Le tienen miedo al miedo y les gusta imaginarse que viven dentro de las historias de miedo. Yo, por ejemplo, leía cuentos y me metía en el castillo de los monstruos; entraba a la cueva de los dragones que arrojaban llamas por la boca; imaginaba que buscaba el nido de las serpientes para saber lo que se sentía cuando las tenía muy cerca; acechaba al lobo en el bosque antes de que apareciera la pobre Caperucita: Creía que me quedaba encerrada en la madriguera de Ali Baba y sus cuarenta ladrones; vela desde mi escondite el brillo de las joyas sobadas y pensaba que una de esas coronas de diamantes podría brillar un día en mi cabeza; gritaba de miedo al ver la persecución de los dinosaurios a los hombres en el parque jurásico; escuchaba a scheherazade y pensaba que el sultán saldría del hechizo de los cuentos interminables y la degollaría como había hecho con otras mujeres.
No me contentaba con leer y ver de lejos lo que sucedía. Prefería meterme como personaje en cada historia. Y eso daba miedo. Nada le gusta tanto a un niño como que le metan miedo.
Les decía que mi cuarto quedaba en el segundo piso. EI de la abuela, en cambio quedaba en el primero. Digo el cuarto de la abuela porque antes de que se viniera a vivir a nuestra casa, le tuvimos reservada una habitación propia. Era un cuarto grande, con ventanas que daban al jardín, protegidas con tejas metálicas detrás del cristal. Todo el piso estaba alfombrado. Mi papá lo hizo alfombrar especialmente para ella. Y para que durmiera en una cama cómoda, mi mamá mandó a cortar las patas a una muy vieja, de madera fina, para que al sentarse Mamamenchu pudiera tocar el suelo con los pies.
La luz de ese cuarto me gustaba porque no se parecía a la luz del día. No es que el cuarto estuviera en penumbra. No, tenía siempre una luz muy amable. Día y noche, todo el tiempo esa luz permanecía encendida y se veía como si pasara por un velo.
Lo que no sabía era por qué quitaron durante un tiempo el espejo del cuarto del baño. Se lo pregunté a mis padres y me dijeron que lo habían quitado porque la primera vez que la abuela vio su propia imagen, se asustó. Se paraba delante del espejo y se asustaba si veía un rostro que ella no reconocía como el suyo decía mi mamá, ¿le hacía muecas al espejo? Habría sido muy divertido verla haciéndose muecas. Tal vez se preguntara por qué esa desconocida hacía exactamente lo mismo que ella hacía.
Una mañana, después de levantarse, llamó a gritos a mis padres.
-¿Qué me está pasando? -gritó-. ¡Quítenme estas arrugas de la cara!
Se pasaba las palmas de las manos por el rostro, se templaba la piel y repetía que le hablan aparecido arrugas de la noche a la mañana.
-Tranquila mamá -le dijo mi madre-. Debe ser la luz que hay en su cuarto de baño. Además, todos tenemos arrugas.
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En la laguna más profunda.
Teen FictionNovela de Óscar Collazos, escritor, periodista y crítico colombiano. Es una obra perfectamente accesible para lectores jóvenes.