Capítulo 20

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Fotos amarillas, fotos con raspaduras y partes borrosas. La abuela y sus padres, mis bisabuelos. Una foto de la abuela con sombrero, montada en una carreta, con los pies al aire. ¡Qué linda niña! En la carreta van sentados y de pie muchos hombres negros descalzos, con sombreros de paja rasgados, embutidos en la cabeza. Todos llevan machete en la cintura. Trabajadores del ingenio. La carreta es jalada por un buey. A lado y lado de la carreta, a lado y lado del camino, se ven sembrados de caña de azúcar. La vista no alcanza a seguirlos hasta el final.

     ¡Qué feliz debió de ser la abuela en esos tiempos!
     Fotos para la primera etapa.
     Las marqué con pedacitos de papel en los que escribí unas pocas palabras que me ayudaran a recordar lo que pensaba decir al mostrar esas fotografías a la abuela. Unas pocas. palabras. O unas preguntas muy breves. 
      La primera noche que pasé después de haber mirado los álbumes con las fotos de la infancia de la abuela fue muy extraña. Dormía a ratos. Me despertaba y sentía que el álbum no estaba en la mesita de noche sino debajo de la almohada. Soñé que abría las páginas del álbum y que las fotos habían desaparecido. Además, no era un álbum viejo sino un álbum nuevo, de brillantes tapas doradas.
      El sueño fue en verdad una pesadilla: veía un álbum de fotos sin fotos. Un álbum que era muy antiguo convertido en un álbum nuevo y sin fotos. Trataba de tomarlo en las manos y quemaba. No era cuero ni plástico el material de que estaban hechas las tapas del álbum. Quemaban. El álbum se abría sin que nadie lo tocara y las páginas iban pasando como si una mano invisible recorriera cada hoja. Era un álbum de fotos sin fotografías.
      Me desperté sudando. El álbum seguía en su sitio, era el mismo álbum de fotos viejas, las páginas estaban marcadas con papelitos de notas.
      Era sábado, recuerdo. Por lo general, los sábados dormía hasta más tarde. Me levantaba a las nueve o a las diez, pero ese sábado me desperté como siempre, a las cinco de la mañana, y salí al comedor a las seis y media, en piyama y con el álbum en la mano.
           -¿Qué hace levantada a estas horas? -me preguntó la empleada cuando me acerqué a buscar un vaso de leche en la nevera.
        Allí estaban mi abuela en su silla de ruedas y la enfermera, de pie, tomándose un café con leche, al parecer recién levantadas. La silla de ruedas representó la llegada de un objeto que le infundió más gravedad a la enfermedad de la abuela.
           -¿Qué es eso que lleva en los sobacos? -me preguntó la enfermera.
           -Un álbum -dije, sin dar más explicaciones.
           -Eso veo -respondió ella-. Es un álbum de fotos y, por lo que veo, de fotos muy antiguas.
           -Un álbum de fotos muy antiguas... -repetí.
           -¿Qué le doy de desayuno, niña Alexandra? -preguntó la empleada.
           -Nada -dije-. Cereales con frutas.
           -¿No quiere huevos revueltos? -No tengo hambre -dije.
     La enfermera le estaba dando de comer a la abuela. Le estaba dando la colada de avena en la boca. Despacio. La abuela abría a duras penas los labios. Comía. Se veía que comía porque se notaba el paso de los alimentos por la garganta. Estuve a punto de decirle:
            -Abuela, estoy conociendo muchas cosas de tu vida. No me habías contado que estuviste en el Hotel Estación de Buenaventura.
      No se lo dije. Tampoco le hablé del Hotel Alférez Real de Cali, donde la familia iba a menudo a tomar refrescos y visitar una vez más la iglesia de La Ermita. Quería decirle que me encantó la foto en que aparece sola. Debió de ser a los cinco o seis años. Se la ve montada en un pony, con sombrero mexicano que le cubre casi toda la cabeza, seguramente en un parque porque alrededor de ella se ve mucha gente, bancas, árboles, y una fuente que expulsa chorros de agua al cielo.
      Tenía la impresión de estar caminando hacia adelante y de espaldas, como me lo había enseñado ella en un paseo por el campo. A medida que avanzaba en el tiempo y la abuela abandonaba la niñez, veía las imágenes que iba abandonando. La distancia se alargaba, era cierto, pero lo que se perdía en el horizonte lo remplazaba algo nuevo que aparecía en las fotografías siguientes. Era como estar sentada de espaldas a la marcha de un tren o de pie en el último de sus vagones.
           -¿Le sirvo los cereales, niña Alexandra?
           -Gracias, yo misma me los sirvo.
      Me preparé la taza de cereales con leche y pedacitos de frutas: mango, manzanas verdes y peras maduras. Y regresé a mi cuarto después de haberle dado un beso a la abuela.

En la laguna más profunda.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora