Capítulo 16

135 1 3
                                    

El tiempo pasó con la lentitud de un caracol.
Una tarde entré a la habitación de la abuela y, sin hacer ruido, me senté en un rincón. Desde allí pude ver con qué amoroso cuidado sacaba prendas de un baúl y las ponía encima de la cama. A un lado colocaba las blusas, al otro las faldas; en un tercer montoncito ordenaba los vestidos. Y así, sin confundir los montoncitos, iba poniendo cuidadosamente cada prenda, su ropa interior de seda y encajes, sus enaguas, sus medias y sus calcetines de lana para el frío.

El álbum de fotografías seguía envuelto en el pañuelo.
   Yo la miraba desde el rincón que había escogido pata no. interrumpirla. Por la manera como lo hacía. pensé que era algo muy íntimo. Nadie más que ella podía hacer lo que estaba haciendo con la ropa del baúl. Pasaba la mano sobre blusas, faldas y vestidos, como sí los planchara. Los olía. Se acariciaba las mejillas cori el terciopelo de una chaqueta corta, como de torero. Acomodaba al lado un abanico que combinaba el verde con el rojo desteñidos por el tiempo. Volvía a poner cada prenda en su sitio. Al final, metía de nuevo el álbum de fotografías encima de la ropa.
   Al cabo de un rato, un largo rato en el que la abuela se dedicó a ordenar y ordenar de nuevo las prendas dentro del baúl, no pude evitar un acceso de tos. Una y otra vez. Fue una tos tan incontenible, que tuve que salir de mi escondite y presentarme como si acabara de entrar al cuarto.
  Ella estaba cerrando la tapa del baúl y no se había percatado de mi presencia.
     -Muy lindo -le dije.
    Me miró con dulzura, o al menos eso creí yo al sentir su mirada.
      -Muy lindo lo que estás haciendo, abuela.
      -Lo hago por hacerlo -me respondió-. Por nada.
    Estoy segura de que la abuela me respondió y que lo hizo con algo más que la dulzura de una mirada.

Estoy segura de haber visto su gesto, como si me pidiera guardar el secreto del baúl. Estoy segura por que, al terminar de guardar la última prenda, unas enaguas de lino blancas todavía almidonadas, cerró la tapa y puso encima el pequeño tapete con el que adornaba siempre el baúl.
    "Un pequeño tapete mexicano", le oí decir a mi madre.
   Pensé que cada día y durante algún tiempo la abuela se ocupaba de su ropa. Lo hacía sola. Y lo hacía cuando la enfermera se iba por dos horas de casa, algo que sucedía después de las seis y media de la tarde.
    Regresé a la misma hora del día siguiente al cuarto de la abuela y la volví a ver sentada encima de la alfombra, al pie de su cama. Exactamente a la misma hora del día anterior. Estaba sacando las prendas del baúl mundo, poniéndolas muy ordenadamente encima de la cama. El baúl mundo era la maleta de los viajes de antes, con secciones que dividían y ordenaban la ropa.
    Esa vez no me escondí. Le pregunté si podía ayudarla y ella dijo que sí. No lo dijo como lo dicen las demás personas, diciendo sí o moviendo la cabeza. Lo dijo mirándome con sus brillantes ojos grises, como si de ellos brotara el resplandor de una llama. Me dijo que sí porque no se opuso a que lo hiciera. Lógico, ¿no? Si no te dicen no, te están diciendo sí.

   Me llamó la atención el cuidado que ponía en un viejo vestido largo de seda floreada. Se lo llevó a la cara y respiró hondo, como si lo oliera profundamente, Su época de hippy, recordé. ¿Recordaba ella haberse puesta ate vestido en sus locos años de hippy?
    Sacaba las prendas, me las ponía en los brazos extendidos y yo las depositaba encima de la cama. Hice el amago de tomar el álbum de fotos y sentí su mirada fulminante. No dejaba que nadie tocara el álbum. Ni siquiera ella se atrevía a quitarle el pañuelo que lo cubría.
    Nunca había visto ropa tan fina y tan antigua, ropa que nadie se atrevería a usar en estos tiempos. Ni siquiera la abuela o cualquier otra mujer de su edad. Entonces me imaginé que la abuela convertía cada blusa o vestido en un recuerdo. Como el vestido de seda floreado y largo. Esa ropa venía de otros tiempos y cada una de esas prendas devolvía a la abuela a un pasado cada vez más lejano.
     La ceremonia del baúl no duraba más de una hora. No duraba más de una hora porque a las siete y cuarto de la noche llegaban mis padres del trabajo. Era la hora de la cena. Después de la cena, vendría de nuevo la enfermera. Pensé que la abuela sabía eso perfectamente, que mis padres regresaban cada día después de las siete de la noche.
     Me encantaba el aroma del alcanfor, pero no podía adivinar la procedencia de otros olores. Alcanfor y... No supe sino después que dentro del baúl, en el fondo, reposaban unos saquitos de yerbas secas perfumadas, lavanda, eucalipto, rosa.
      Durante un tiempo que hoy no puedo calcular, tres, cuatro, cinco semanas, acompañé a la abuela en la ceremonia de abrir el baúl, extender y planchar la ropa con la palma de la mano, devolverla a su sitio y cerrar la tapa con delicadeza.
      ¡Qué extraño! Lo hacía siempre a la misma hora. No tenía un reloj en su cuarto. Mis padres decían que ella ya no podía leer un periódico o un reloj, que se le habían olvidado las letras y los números, pero, me preguntaba yo: ¿Cómo hacía para estar siempre a la misma hora haciendo lo que hizo el día anterior? ¿Se le habían olvidado las letras y los números, o solamente las palabras para apresar lo que leía?
        -El reloj biológico -respondió mi madre.
      Me sorprende todavía que la abuela no haya querido ponerse ninguna de esas prendas. ¡Me habría encantado verla caminar con su vestido de gitana! O que no haya abierto el álbum de las fotos. Las miraba con amor, eso sí Las sostenía en las manos como se sostiene algo que puede dañarse con el tacto. Creo que la sentí suspirar alguna vez al cerrar el baúl. Suspirar muy profundamente.
       Lo que sigue siendo un misterio ocurrió la última vez que la acompañé a sacar, ordenar y acomodar de nuevo todas esas prendas en su lugar. Volvió a suspirar muy hondo. La miré y pude ver la humedad de sus ojos, las lágrimas que rodaban por sus mejillas. Pero la expresión de su cara no era de tristeza. De eso estaba segura: no había sido un suspiro de tristeza.
       ¿De qué había sido entonces? Pensé que el suspiro era La fuerza que hacía para viajar en el tiempo.
      La abracé. La apreté contra mí. No le dije nada más. Al soltarla, le sequé los ojos con la yema de mis dedos. Salí del cuarto, me dirigí a un rincón de la sala y puse en un tocadiscos antiguo Las sonatas para piano, de Mozart. Seleccioné las 4, 2, 12 y 15.
      Era el tocadiscos que la abuela había tenido en su casa del campo, uno de esos aparatos que sostenían tres, cuatro, cinco discos encima. Al terminarse uno, caía el siguiente.
      Desde el día en que escuché por vez primera esa música, si no recuerdo mal a los nueve años, les pedí a mis padres que me compraran el cidí.
       -¿Para qué te vamos a comprar unos discos que ya tenemos en casa? -me preguntó mi mamá.
     Buscó entre discos viejos y sacó un plato negro y pando. Un disco de 78 revoluciones, pesado, muy pesado.
       -Aquí tienes algunas de las sonatas de Mozart -dijo mi madre.
    ¿Han escuchado esa música? No la puse para me la puse porque pensé que esa era la música que la abuela quería escuchar en aquellos instantes.

   Mamamenchu no volvió a sacar la ropa del baúl.
Trato de saber por qué no volvió a sacar la ropa y a guardarla con tan amoroso cuidado, y creo que lo dejó de hacer por ese suspiro tan hondo y por esas lágrimas tan repentinas.
     Durante un tiempo, más o menos a la misma hora, le ponía Las sonatas y me dejaba llevar por las notas del piano. La abuela cerraba los ojos y se mecía lentamente en el mecedor vienés que le había regalado mi padre. Un día, mirándola a la distancia, creí que el balanceo del mecedor era como el movimiento de un barco sobre las olas de un mar muy tranquilo, tan tranquilo que parecía un lago de aguas profundas. La abuela no se balanceaba en una mecedora sino en la borda de un barco que la llevaba a lugares muy lejanos en la distancia y en el tiempo de su vida.

En la laguna más profunda.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora