Era como si nunca me hubiese ido.

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HUGO

«Vas, saludas, escuchas y te largas», me repetía mientras caminaba por la Quinta Avenida y entraba al Hotel Plaza.

Durante toda la noche había hecho el mayor de los esfuerzos para convencerme de que necesitaba ir, pues tarde o temprano Ana Julieta comenzaría a indagar más sobre Eva y las preguntas no demorarían.

¿Y, cuando eso sucediera, qué iba a decirle? ¿La verdad?

«La última relación seria que tuve fue con Eva. Vivimos juntos en Los Ángeles, fuimos a muchas fiestas, a múltiples orgías, pero no te preocupes, estuve tan drogado todo ese tiempo que casi no me acuerdo». ¡Sí, claro! Ese es el discurso que te mueres por soltarle a tu hermosa, fina y educada novia, por la cual estás completamente loco. Eso sin mencionar que dicha novia tenía una hermana que le había roto el corazón en mil pedazos y que era la versión femenina de mí mismo.

Por ese motivo escogí ir a ver a Eva en plena tarde, cuando Ana Julieta estaba trabajando, así evitaría comentarios que pudieran dejarme al descubierto. Además, cualquier exceso que encontrara en la suite no sería nada comparado con lo que, con toda seguridad, se desataba una vez que caía la noche. Eso último era en mi beneficio. Eva, fiestas y alcohol era una combinación a la que nunca había podido resistirme, porque era una trifecta que me gustaba.

Una vez que tomé el ascensor hacia el piso veintiuno recordé la maniobra de distracción que había puesto en práctica la noche anterior. Había servido, pero no era una a la que pudiese echar mano cada vez que ella tuviera una pregunta. Lo notaría, era demasiado inteligente.

Además, tal vez por el hecho de volver a ver a Eva y todos los recuerdos que ese encuentro trajo consigo, el mayor distraído fui yo. Mientras le hacía el amor a mi Anajus, mi otro yo arañó hasta la superficie y por un segundo la convertí en una de esas personas sin rostro, otro lugar oscuro y húmedo en el cual desaparecer por unos minutos. Al menos me quedaba el consuelo que ella había tenido un orgasmo antes de mi rutina de entra/sal/repite/descarga, aunque no me enorgullecía el haberlo hecho sin protección. Ese pedazo de carne mía había estado en tantos sitios que era casi repulsivo que tocara sin barreras el interior de Ana Julieta.

Toqué la puerta con el cartel de Terraza Suite y esperé. Siempre existía la posibilidad de que Eva estuviese dormida y, de ser así, sería una señal de que no debía escuchar nada de lo que esa mujer tuviese que decirme. No obstante, la puerta se abrió en diez segundos y la persona detrás de ella no era un mayordomo de los que suelen estar en ese tipo de habitaciones en ese tipo de hoteles. Era la mismísima Eva y no lucía como si acabara de despertarse.

—Viniste —sonrió de esa forma que era su marca registrada: presumida y al mismo tiempo algo infantil. Con esa sonrisa lograba todo lo que quería y yo lo sabía muy bien.

—Pensé que eras tan famosa que no tenías que abrir tus propias puertas.

—Te estaba esperando —hizo un gesto con la cabeza para que entrara.

—Tengo que admitir que la confianza nunca fue tu problema.

En lo que puse un pie dentro de la habitación sentí que había traspasado el umbral del tiempo y el espacio: no habían pasado cinco años y todavía estaba en Los Ángeles.

La suite del Hotel Plaza era distinta, en lo referido a la decoración, al sitio en el que vivíamos en ese entonces. Para empezar, no teníamos chimenea de mármol, ni sillones dorados, tampoco cortinas, alfombras o una escalera con pasamanos de madera, pero todo lo demás era igual: los chicos de la banda estaban allí, sentados en las mullidas sillas con guitarras en su regazo, la televisión estaba encendida sin volumen y sintonizada en ESPN, había un par de pizzas calientes sobre la mesa baja haciendo juego con varias botellas de cervezas a medio consumir, todo envuelto en una nube de humo de cigarrillo que salía a paso lento por la ventana.

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