Una Princesa Guerrera

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Hugo

Siempre al terminar un show podía sentir las endorfinas recorriendo mi cuerpo y llenándolo de una energía que no desaparecía hasta unas cuantas horas después

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Siempre al terminar un show podía sentir las endorfinas recorriendo mi cuerpo y llenándolo de una energía que no desaparecía hasta unas cuantas horas después. Era el mejor estimulante que había probado, y eso que, en mi lista, casi todos estaban tachados.

Por ello sabía bien que, si quería irme a la cama y tener una noche de sueño, debía beber para amodorrarme. También servía una sesión de sexo intenso que me hiciera gastar el exceso de energía. Si eran las dos cosas, pues mucho mejor.

Llegué a la barra y no me hizo falta decir nada. Ari sabía qué darme. Tampoco escaneé la multitud buscando una admiradora pasada de tragos. Ellas venían solas.

Para seleccionar a la afortunada rara vez tomaba en cuenta el físico. Era más bien una cuestión de que supiera llegar en el momento en que estaba listo para desaparecer en un rincón oscuro —si me provocaba la privacidad— y tomarme veinte minutos para descargarme justo antes de que la noche terminara.

Claro que algunas veces necesitaba algo más. Contrario a lo que me pasaba con otros vicios, era una comezón que no podía pasar por alto ocupándome de otras cosas. En esas ocasiones tenía que ser más cuidadoso con la o las personas que elegía. Debían tener claro que valía todo. Nada arruinaba más el ánimo que un «por ahí no» o un «no tan fuerte». De hecho, cualquier oración con la palabra «no» lo estropeaba.

De solo pensar en ello llegué a la conclusión de que podía ser una de esas noches...

—Una Heineken, por favor. Esa voz.

Aunque estaba seguro de que el sonido tenía que ser obra de mi imaginación, tuve la necesidad de girarme para cerciorarme y poder respirar tranquilo, como un niño asustado abriendo la puerta del armario en plena noche para asegurarse de que no había ningún monstruo escondido.

Solo que en esta oportunidad el miedo tenía justificativo. La chica de la librería, Ana Julieta, estaba allí.

Estuve a punto de sonreír de pura alegría, pero mi vista estaba entrenada para otras cosas. Automáticamente se desvió de esa cara e hizo una evaluación rápida de sus pantalones demasiado ajustados, del pedacito de vientre que estaba descubierto, de su hombro desnudo, de los tacones y del maquillaje. Además, ¿dónde estaban los lentes?

Mi sonrisa se paralizó antes de concretarse.

—Ana Julieta —dije casi arrastrando las palabras. Ya no estaba asustado sino decepcionado—. ¿Qué haces aquí?

Con esa ropa y todo ese maquillaje la respuesta era obvia. Yo apenas había insinuado el lugar y ella había venido corriendo, como todas las demás.

—Mi compañera iba de salida cuando llegué a casa, mencionó el nombre del bar y me dio curiosidad.

—¿Sabes que la curiosidad mató al gato? —le dije molesto. Ella era inteligente, ¡hasta estudiaba símbolos químicos! No tenía nada que hacer en un sitio como este, sola y persiguiendo a alguien como yo—. Y estoy seguro de que el refrán se refería a un lindo y fino gatito que quiso saber qué había en el callejón oscuro que estaba detrás de su casa.

—¿Estás comparándome con un gato? —preguntó, y tuvo la decencia de lucir confundida—. Además, ese refrán es horrible, una oda a la ignorancia. La curiosidad es buena, nos hace querer aprender cosas nuevas.

«A confesión de partes...», pensé y estuve a punto de voltearme y salir de allí. Quería alejarme y preservar la imagen mental que sobre ella me había formado, pero una parte de mí tenía una mejor idea.

Me incliné hacia ella lo suficiente como para que sintiera mi aliento rozarle la mejilla.

—¿Eres curiosa, Ana Julieta? —le susurré al oído. Podía sentir su hombro desnudo justo debajo de mi boca y tuve que contenerme para no rozarlo con mis labios. Tenía que construir cierta anticipación. Era parte del juego—. Me gusta enseñarle cosas a las niñas curiosas.

—¿Has estado fumando? Hueles horrible.

Sentí que me habían echado encima un balde de hielo y me incorporé abruptamente.

—Tu cerveza, linda.

La voz de Ari actuó como una campana de salvación, porque necesitaba unos segundos para reponerme de ese golpe. Ana Julieta hurgó en sus bolsillos, sacó un billete y alargó la mano para alcanzárselo a Ari sin dedicarme ni una miradita. Tal vez solo estaba haciéndose la difícil. No era una artimaña en la que me gustara caer, pero era Ana Julieta, así que valía la pena averiguar.

La tomé de la muñeca, deteniendo el avance de su brazo.

—Ponla en mi cuenta, Ari —dije, sin despegar la mirada de sus ojos, pero ladeando la cabeza para estudiarla—. Ella es mi invitada.

La reacción no fue ninguna de las que pude haber esperado: lanzó una mirada asesina al punto donde aún la tenía agarrada y luego otra peor en mi dirección.

—¿Puedo recuperar mi mano? —me preguntó con un tono que podría detener el derretimiento de los glaciales.

—Esa es una petición que no escucho a menudo —le respondí, tratando de disimular mi intriga con petulancia. Esto no estaba saliendo como se suponía.

—Suél-ta-me.

Como que la cosa iba en serio. Lentamente fui despegando cada uno de los dedos de su muñeca como si se tratara del traste de mi guitarra.

—Ahí la tienes —le dije cuando mi dedo meñique dejó de estar en contacto con el interior de su muñeca—, pero déjame decirte que algunas de las cosas más placenteras de la vida ocurren cuando alguien está sosteniendo tus muñecas. Puedo hacerte una demostración si quieres.

No lo vi venir. Solo sentí el golpe picante en mi mejilla, acompañado del característico sonido de una bofetada.

—Eres un imbécil —dijo echando chispas por los ojos—. Dime una cosa, ¿esa actitud de divo petulante, misterioso y engreído te da resultado? ¿Las mujeres dejan caer su ropa a tu paso? Porque, si es así, no sé de qué tipo de mujeres te rodeas.

«De unas que no son tú», pensé, pero no tuve tiempo de decírselo. Sin más me dio la espalda, dando la mejor demostración que había visto de lo que normalmente se llamaba una airosa retirada. Ni siquiera volteó, y su cerveza quedó solitaria en la barra.

La carcajada me tomó por asalto antes de que tuviese la voluntad de convocarla.

Mi pequeña hada no era solo una intelectual, era una princesa guerrera y, como tal, acababa de darme una patada en el trasero desafiando todos mis años de profundo estudio de la naturaleza femenina.

De más estaba decir que necesitaba volver a verla lo más pronto posible.


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YA ESCUCHARON ROTA?? TEMAZO ♥

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