Ven aquí, Hugo

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ANA JULIETA

El trayecto en coche desde Improvisación hasta el ático de Hugo transcurrió en el más completo y absoluto silencio

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El trayecto en coche desde Improvisación hasta el ático de Hugo transcurrió en el más completo y absoluto silencio. Normalmente eso hubiese sido incómodo, teniendo en cuenta el propósito de nuestra abrupta salida del bar sin despedirnos del cumpleañero, pero estaba demasiado ocupada martirizándome para darme cuenta de esas pequeñas reglas de etiqueta.

¿Había ido muy lejos?

Una parte de mí quería convencerse, por aquello de que mi comportamiento era moralmente inaceptable, de que escucharlo referirse a sí mismo como un perdedor había activado algo y me había visto en la obligación de rebatirlo en defensa de la verdad y, bueno, la disertación se me había ido un poco de las manos. Sin embargo, sabía bien que aunque había usado muchos razonamientos lógicos para armar mi argumento, mi insistencia no tenía nada que ver con la lógica, sino con esa chispa que pareció encenderse en mí la primera vez que lo vi y que, al conocerlo poco a poco, no se había apagado.

«¿Quién dice que las mujeres no tienen el derecho de tomar la iniciativa?», me repetía una y otra vez. «Si un hombre actuara así nadie lo criticaría. Las mujeres somos demasiado duras con nuestro propio sexo» era otra de mis frases de autoayuda.

También estaban en mi cabeza la voz de Alfred diciéndome que no pensara tanto y la de Sam diciéndome «esto tiene que parar».

Cuando Hugo abrió la puerta de su ático silencié todas esas voces que parecían instarme a que fuera en direcciones opuestas porque, además de estar a punto de volverme clínicamente inestable, la realidad era mucho más simple y mucho más profunda: por primera vez en muchos años deseaba algo para mí y no iba a dejar pasar la oportunidad.

Con esa convicción y sin permitirme flaquear, entré al ático con paso decidido.

—¿Dónde está tu habitación? —pregunté con una expresión que, esperaba, dejara claro que no aceptaría ningún tipo de excusa.

—La puerta de la derecha.

Sabiendo que si volteaba me convertiría en estatua de sal, seguí mi invasión a su privacidad y abrí la puerta que hasta ese día me había sido negada.

Hugo era un desordenado, lo cual era mucho más evidente teniendo en cuenta que en la mencionada habitación no había más que una cama king size, dos mesas de noche y una cómoda. No obstante, la cama estaba sin hacer, había ropa apilada en un rincón en el piso y la puerta del clóset estaba abierta. Eso sin mencionar un cenicero lleno de colillas, que apestaba por todo el lugar, en una de las mesas de noche.

Pero ya había llegado hasta allí y esas minucias no iban a detenerme. Abrí la ventana y, siendo una muy mala ciudadana merecedora de una multa, vacié hacia las calles de Nueva York el contenido del cenicero antes de ponerme a hacer la cama.

—¿Qué estás haciendo?

Hugo estaba parado aún en la puerta de la habitación con las manos cruzadas sobre el pecho.

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