Panqueques

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Ana Julieta

¡Hugo era un imbécil!

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¡Hugo era un imbécil!

¿Por qué no había aprovechado todos los años de experiencia que había acumulado viendo a Cristina y a los tipos con los que andaba? Noooo... Tenía que salir a experimentar las cosas por mi cuenta, como si no hubiese suficiente data documentada en el transcurso de la humanidad. Y tal como lo indicaban todas las novelas de romance y las revistas Cosmopolitan—que eran la única data escrita que podía recordar— mientras peor el sujeto, más difícil era sacarlo de tu mente, aun cuando lo único que pensaras sobre él fuera que es un imbécil.

«Las cosas más placenteras de la vida ocurren cuando alguien está sosteniendo tus muñecas». Eso definitivamente no era pentatónica yámbica. Ni hablar del «me gusta enseñarle cosas a las niñitas curiosas». 

Arcadas. Sí. Definitivamente, arcadas.

El tipo obviamente no había aprendido nada de toda esa poesía que había leído, si es que de verdad la había leído.

Mientras me alejaba de la barra y buscaba a Sam, repetía en mi mente «imbécil»; en el taxi de regreso, «imbécil, imbécil»; y, acostada en mi cama mirando al techo y tratando de conciliar el sueño, «triple imbécil».

¿Lo peor? Cuando abrí los ojos la mañana siguiente lo primero que me vino a la mente fue: «Hugo es un imbécil».

Claro, no solo pensaba en la imbecilidad acumulada, también revivía una y otra vez el momento en el que su mano aprisionó mi muñeca.

Lo áspero de sus dedos en contacto con mi piel me había provocado una respuesta mucho más fuerte que ponerme un vestido de seda italiana. Era como si todas mis terminaciones nerviosas hubiesen decidido echarse una siestecita dejando de guardia únicamente a esa pequeña parte que comenzaba donde la mano dejaba de ser mano y terminaba justo antes del antebrazo, generándose allí, en unos pocos segundos, todas las sensaciones de las que mi cuerpo era capaz.

Ese fue el momento en que mi mente comenzó a gritar «peligro, peligro» y tuve la decencia de escucharla. ¡Benditos fueran mis instintos! Claro que, ahora que lo analizaba detenidamente, eso de abofetearlo había estado un poco fuera de lugar. En el fondo estaba molesta conmigo misma por haber esperado algo más de alguien como él, tal vez un poco de conversación amena y un ligero flirteo, y la frustración me puso violenta.

No me gustaba equivocarme ni tomar decisiones erradas.

Viendo que el reloj de mi mesa de noche marcaba ya las ocho de la mañana pasadas, decidí que era momento de comenzar el sábado. Nada mejor que un libro de anatomía para olvidarme de Hugo... Bueno, después de ver su pecho desnudo, tal vez no tanto.

Tras un breve paso por el baño para lavarme los dientes y la cara —pues, sin importar que casi hubiese gastado un frasco de crema la noche anterior, ese rímel de Sam parecía a prueba de cataclismos nucleares y aún seguía soltando tintura negra—, volví a ser yo misma.

Un Libro para HugoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora