Masoquista

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Hugo

¡Masoquista!

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¡Masoquista!

Nunca había pensado sobre mí en esos términos. Una persona que pasa la mayor parte de su niñez y adolescencia buscando, sin conseguirlo, el cariño de sus padres, se vuelve un experto evitando cualquier manifestación de rechazo y persigue, aunque sea por métodos químicos, una sensación de felicidad.

Habían transcurrido casi tres semanas desde el fatídico día en el que, por primera vez en el transcurso de la humanidad, una mujer prefirió ver zombis que besarme. Aun así, había hecho hasta lo imposible por ver a Ana Julieta casi todos los días, y habíamos desarrollado una relación estrictamente platónica.

¿Platónica? Nunca había sido particularmente aplicado en la escuela pero ¿no era Platón de esos filósofos griegos que no practicaba precisamente la abstinencia, más cuando se hallaba rodeado de jovencitos?

Tenía que preguntarle a Ana Julieta. O mejor no. Platónico estaba bien.

Platónico, al menos en el sentido moderno, era lo único que podía darle sin correr el riesgo de que ella saliera corriendo.

En los momentos en los que podía analizarlo fríamente, que por lo general ocurrían cuando me veía forzado a tomar duchas de agua helada después de pensar en lo bonita que tenía la boca, lo que inevitablemente me llevaba a pensar en las cosas que podía hacer con esa boca, llegaba a la conclusión de que, suponiendo que los satélites se salieran de sus órbitas, Ozzy Osbourne cantara hip hop y Ana Julieta se interesara en el recorrido completo, ese que incluía fuegos artificiales al final, yo no estaba seguro de poder dárselo, al menos no de una forma placentera para ella.

En algún momento de mi vida aprendí que el sexo verdaderamente satisfactorio no involucraba caricias, abrazos, ni besos. Era un acto unilateral que, desgraciadamente, requería la asistencia de otras personas, pero cuyo único beneficiario era yo.

Aquellos por los que sentía cariño, que me importaban, que de solo verlos me generaban un extraño calorcillo en el medio del pecho, estaban por encima de mis egoístas necesidades físicas y ahí era donde Ana Julieta tenía que estar.

Mi mente solo necesitaba un tiempo para ponerse al día con el programa y abandonar esa faceta de director de pornografía que parecía ponerse de manifiesto cada vez que ella estaba cerca. Claro que si eso no ocurría pronto, yo iba a vivir perennemente con un dolor de bolas que ya era una sensación constante de mis noches, pues no quería ni podía dejar de verla, y tampoco quería ni podía ver a alguien más.

Sí, todo un masoquista.

¡El cromo que me faltaba en el álbum!

—Oye, Hugo, ¿vas a quedarte un rato más o te vas ya? —me preguntó Nick, el bajista de Ares, una vez que terminamos de meter todos los instrumentos en la parte de atrás de su camioneta luego de una actuación en un bar de mala muerte en Jersey.

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