«Escalera de Jacob»

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HUGO

El agua fría no ayudó mucho en un principio

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El agua fría no ayudó mucho en un principio. Después de no sé cuánto tiempo las uñas se me pusieron moradas y todo mi cuerpo comenzó a hormiguear entumecido. En ese estado no podría hacer mucho, pero era mejor que hacer demasiado.

Regresé a la habitación con una toalla enrollada en la cintura y encontré a Ana Julieta dormida en la cama vistiendo únicamente mi camiseta de Ramones. Estaba acurrucada de lado, justo en el medio del colchón, con las piernas cruzadas.

Creo que sufrí una pequeña hemorragia cerebral.

Mi Ana Julieta, mi hada guerrera, mi terca intelectual que sabía dulce como la miel y picante como la cayena, cuyos besos eran más potentes que cualquier orgía, cuyos orgasmos eran más estimulantes que cualquier droga. La única persona que me hacía pensar en canciones de amor y no de desesperación.

La moví con cuidado hasta que liberé el cobertor, la tapé para que no pasara frío y me metí en la cama con ella.

«Tal vez», pensé, y las miles de posibilidades que esa palabra implicaba danzaron en mi mente hasta volver mis ojos pesados y acunarme con la promesa de que al día siguiente las cosas estarían más claras. Y más claras amanecieron. O, tal vez, lo más correcto sería decir más oscuras.

No era lo mismo acostarse agarrotado por una ducha eterna de agua helada que te hacía ver a la persona a tu lado como un ángel mandado para salvarte, que despertar con todos tus miembros funcionales —algunos más que otros— y que la visión a tu lado ya no fuera un ángel, sino un demonio provocador que te recuerda que no eres más que un hombre.

Ana Julieta ya no estaba bajo las sábanas. En algún momento de la noche se había destapado y girado hasta quedar sobre su estómago. Para rematar, mi renegada camiseta se le había subido más arriba de los muslos.

Más que nada en esta vida quería besar ese pliegue que se forma justo donde el muslo pierde su nombre, y esa parte de mí que desde hacía mucho tiempo tomaba sus propias decisiones me pedía a gritos, desde debajo de la sábana, que lo hiciera.

Cerré los ojos pensando que al no verlo podría olvidarlo, pero mi fantasía tomó el gesto como un permiso para entrar y mostrarme con lujo de detalles lo que debería estar haciendo.

Ana Julieta estaba en la cama apoyada en sus manos y rodillas. Parte de su cabello estaba desparramado en su espalda, pero unos mechones rebeldes le caían a ambos lados de la cara ocultando su rostro.

La invitación era del tipo que no podía ser rechazada.

La tomé por las caderas para ponerla donde quería y comencé a penetrarla por detrás, duro, como un desesperado. Ella gemía y decía mi nombre en medio de suspiros.

Ante tanta receptividad moví mis manos más abajo, hasta su trasero, separándolo un poco más y acariciando con mis pulgares esa otra entrada que, si bien poco común, sabía por experiencia que escondía su propio placer. Ella gritó más fuerte apretándose contra mí, follándome a su vez.

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