Pecaminosamente Celestial

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Ana Julieta

—¡En algún momento tienes que divertirte! ¡Hacer algo loco!

El reclamo exasperado de Sam no me tomó por sorpresa. En el año y medio que llevábamos compartiendo apartamento, y en los cuatro anteriores en los que habíamos sido compañeras de residencia en la universidad, la misma frase había sido dicha, sin muchas variaciones, cada viernes y sábado cuando intentaba infructuosamente sacarme de casa para ir a bares o a fiestas.

—Yo me divierto —le respondí calmada.

—¿Estudiando? —Sam abrió desmesuradamente sus ojos como si alguien le hubiese dicho a estas alturas que la Tierra era plana—. ¿Trabajando?

—Y tú que pensabas que no era capaz de hacer algo loco.

Con una sonrisita retomé la tarea de sacar los libros del bolso y colocarlos ordenadamente sobre el escritorio de mi habitación. Luego, al ver que Sam se daba por vencida y finalmente me concedía un poco de espacio, hice una lista de los capítulos que debía leer el fin de semana y de los ensayos que tenía que escribir, y rellené unas cuantas fechas académicamente importantes en el calendario que colgaba en una cartelera de corcho en la puerta del armario.

Todo perfecto, todo ordenado. Esa era la única forma concebible de funcionar.

Yo, Ana Julieta Calavia, había trabajado jornadas dobles durante buena parte de mi vida para ser la perfecta descripción de una buena chica. No me quedaba más remedio. Mi hermana gemela, Cristina, tenía todos los boletos comprados, y gastados, para la rifa de la Hija Problemática del Año.

De niñas habíamos sido una unidad sólida frente al mundo, dos partes de una misma persona; pero, en algún momento de la pubertad, el vínculo se rompió y cada una tomó su camino. O, mejor dicho, yo opté por seguir el camino opuesto al de Cristina para tratar de preservar la salud mental de mi familia.

Mientras Cristina fomentaba escándalos, daba fiestas que terminaban con la presencia de la policía y salía hasta las tantas de la madrugada, yo me quedaba en casa, me atenía a las normas de la moral y las buenas costumbres y trataba de acumular logros académicos por duplicado.

Antes de cumplir dieciocho años, después de ingresar un par de veces a rehabilitación luego de sendas sobredosis que casi le costaron la vida, Cristina abandonó la escuela y decidió irse a Europa para ser «artista». Yo me gradué de primera en mi clase y sentí que era mi deber moral solicitar ingreso en la Universidad de Columbia, el alma mater de mis padres —dos de los cirujanos más respetados de toda Nueva York—, para también convertirme en médico.

Con mi elección no sentí que estaba sacrificando nada. A fin de cuentas, había pasado tanto tiempo compensando los errores de mi otra mitad que no había podido descubrir qué era lo que realmente me interesaba. Me daba lo mismo asistir a clases de Biología o Fisiología que de Literatura Inglesa, Contabilidad o Dibujo Libre.

A pesar de mi falta de pasión por algo en particular, mi necesidad casi patológica de aprender nuevas cosas me recompensó con las mejores calificaciones. Eran tan buenas que mis padres ya hacían apuestas sobre la especialidad que elegiría y movían sus influencias para que hiciera residencia en John Hopkins o en la Clínica Mayo.

—Me voy a trabajar —anuncié, saliendo de mi habitación, sin molestarme en cambiarme de ropa.

—¿Recuérdame otra vez para qué necesitas trabajar? —me preguntó Sam semiacostada en el sofá con un portátil en su regazo.

—Me gusta. Recuerda que hago cosas locas —le lancé una sonrisa traviesa y moví mis cejas de forma sugestiva—. Además, la renta no se paga sola.

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