Él era Ares, el dios de la guerra.

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Ana Julieta

Tras cerrar la tienda y tomar el metro de regreso, hice una parada estratégica en mi restaurante chino favorito, El Loto Azul, por algo de comida para llevar

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Tras cerrar la tienda y tomar el metro de regreso, hice una parada estratégica en mi restaurante chino favorito, El Loto Azul, por algo de comida para llevar. Nada mejor que el exceso de carbohidratos fritos para sentirse mejor con uno mismo.

Durante todo el trayecto, como de costumbre, repasé mentalmente la lista de tareas pendientes para esa noche y la mañana del sábado, pero esas listas tenían como marca de agua el rostro de Hugo.

Hugo. Hasta el nombre le iba bien. Un sujeto así no podía llamarse Ernest o William, tenía que tener un nombre corto que sonara intenso. Aunque, con ese aspecto y esa sonrisa, y si además recitaba de memoria versos de Neruda y Shakespeare, podría llamarse Cuasimodo e igualmente ser sexy.

Mientras estuvo en la librería hice un esfuerzo sobrenatural por no quedarme mirándolo como carnero degollado y, antes de que se convirtiera en acción, sometí por la fuerza esa curiosidad por saber qué se sentiría al pasar la mano por su cabello o incluso por los cuatro alfileres de su ceja.

No dejé de repetirme, casi como un mantra, que ese no era el tipo de hombre que me atraía. Por el contrario, era el tipo de hombre con el que Cristina salía, y la experiencia vicaria me había enseñado que solo generaban problemas.

No obstante, a pesar de la letanía mental, durante todo el rato lamenté no haber pulido en el pasado mis habilidades sociales para encuentros fortuitos con hombres de con piercings y anillos de plata.

¡Sí! ¡Tenía anillos de plata en casi todos los dedos!

«¡Basta, Ana Julieta!», me regañé mentalmente.

Ningún anillo de plata o cara de ángel era excusa para esa bruma mental y estado de estupidez consumada.

Yo iba a Columbia y allí había chicos lindos, iba de vacaciones a los Hamptons en el verano y allí también había chicos lindos, y ni hablar de los que veía en el club de golf de papá. Pero, aunque me consideraba toda una adalid de la belleza masculina y, como tal, no estaba ciega, ninguno de esos sujetos me había convertido en una ruborizada niñita que sonreía emocionada por un libro de poesía.

Por lo general los veía, los apreciaba en toda su magnitud y luego los olvidaba y recibía el mismo tratamiento por parte de ellos. ¡Muchas gracias!

Nunca me molestó la indiferencia. ¿Por qué habría de hacerlo? Me gustaba que me dejaran en paz. Las relaciones románticas no entraban en mi ajustada agenda. Si algún desafortunado traspasaba la barrera, sin pelos en la lengua le dejaba bien claro que no estaba interesada. Pero no con Hugo. ¡Hasta había flirteado con él! Solo me faltó batir las pestañas.

Menos mal que mi Pepe Grillo contador vino a mi rescate, dejándome bien claro que estaba coloreando el dibujo de mi vida fuera de las orillas, e incluso me mostró el rostro ceñudo de mi padre y la mirada preocupada de mi madre si en algún momento aparecía con semejante compañía en algún evento familiar donde la hija perfecta era exhibida con bombo y platillo.

Un Libro para HugoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora