She's my uptown girl

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ANA JULIETA

Los dedos de Hugo tamborileaban en mi nuca, escondidos detrás de mis cabellos

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Los dedos de Hugo tamborileaban en mi nuca, escondidos detrás de mis cabellos.

Había pasado un mes desde aquella noche que prácticamente lo forcé a ir a la cama conmigo y aún no me acostumbraba al acceso repentino de excitación que parecía tomar posesión de mi cuerpo cada vez que él tenía a bien usarlo como instrumento. Algunas veces era como si yo fuera el traste de su guitarra; otras, el piano; y la mayoría simplemente era un tamborileo sutil, como una clave Morse que mi cuerpo interpretaba como señal de que debía prepararse para recibirlo.

Claro que las interpretaciones de mi cuerpo eran las correctas cuando estábamos desnudos en la cama o al menos solos, pero cuando estábamos en Improvisación rodeados de gente, mis deseos se encontraban con una piscina de hielo. En público nuestra interacción no pasaba nunca de un ligero beso, una tierna caricia o el toque de unos dedos, siempre ocultos de la vista de otros.

Habíamos hablado de muchas cosas durante ese mes: de sus padres, de mi hermana, de la carrera que quería labrar para sí mismo como músico y de mis expectativas en la medicina, pero nunca de aquellas palabras que me dijo en el pasillo del bar.

Una parte de mí estaba convencida de que fueron exageradas, y a la otra, la que creía que eran ciertas, no le importaban, porque por primera vez en mi vida las definiciones eran lo de menos. No quería definir lo que era Hugo, tampoco quería definir lo que éramos juntos. Estaba contenta con cómo estaban las cosas y tratar de reducirlas a una simple palabra era trivial. 

La mano de Hugo se movió desde detrás de mi cuello para ir a tocar la guitarra justo detrás de mi rodilla y yo estaba lista para irme. Ni siquiera entendía por qué habíamos venido. Últimamente no salíamos mucho. La vida con Hugo no era caótica como había sido en un principio. Aunque yo me esforzaba por seguir siendo espontánea y no pensar tanto, era él quien se encargaba de que tuviéramos un sistema ordenado, con horarios y rutinas, que me impedían caer en una crisis de stress, perder clases u olvidar que era sábado y tenía que almorzar con mis padres.

Los exámenes finales estaban a la vuelta de la esquina, y Hugo, aunque había declinado la invitación de su familia para volver a Nashville, sí estaba trabajando como arreglista para el nuevo disco de su mamá. Por ello, cuando no tenía que tocar con Ares, presentaciones a las que ya yo no iba debido a las responsabilidades académicas, pues tenía mucho que recuperar, se quedaba en su casa trabajando en las partituras nuevas de Ana Cobos.

Esos días él se sentaba en el piano a componer y yo en el sofá a estudiar, arrullada por canciones de country que invariablemente trataban sobre un hombre malo o un corazón roto. Algunas veces la música paraba y él venía a mí, quitaba el portátil o el libro de mi regazo y me hacía el amor en el sofá. Cuando volvía a trabajar, la canción sonaba mil veces mejor y, obviamente, yo no podía volver a pensar en el uso adecuado del bisturí.

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