Acertijo Familiar

104 8 9
                                    

Ana Julieta

Exactamente a la una de la tarde estaba atravesando el umbral del apartamento de mis padres vestida como lo hacía cada vez que debía mostrarme en público con o ante ellos: pantalones de gabardina color crema, una blusa de seda azul cielo, unos tac...

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Exactamente a la una de la tarde estaba atravesando el umbral del apartamento de mis padres vestida como lo hacía cada vez que debía mostrarme en público con o ante ellos: pantalones de gabardina color crema, una blusa de seda azul cielo, unos tacones bajos perfectamente a juego y unos pequeños aretes de perlas.

—Señorita Ana Julieta, encantada de verla tan pronto.

Ese también era el saludo estándar de Petra, el ama de llaves de la familia.

—Gracias, Petra —como cada sábado, dejé mi bolso en la pequeña mesita que estaba al lado de la entrada donde reposaba una foto de mis progenitores el día de su boda—. ¿Mis padres?

—La señora está atendiendo unas llamadas y el señor está en su estudio.

Sí, definitivamente un sábado como cualquier otro. Seguramente mis padres se habían levantado a las siete de la mañana y habían ido a jugar golf, contabilizando el tiempo de sus diversiones para llegar a casa a una hora que les permitiese revisar el estado de sus pacientes y estar preparados para el tradicional almuerzo.

El universo Calavia permanecía inalterable, al menos el de ellos. Yo, en cambio, había desayunado panqueques con un hombre fuera de mi área de confort y tenía pensado salir con él esta noche, usando cualquier cosa que no fuera de seda ni tampoco color crema.

Repasando las opciones de mi armario, hice de forma mecánica el recorrido hasta el estudio de mi papá que, como era sábado, tenía la puerta abierta, señal universal desde mi infancia de que me estaba esperando. De todas formas di unos golpecitos antes de entrar para anunciarme.

—¡Ana Julieta! —mi padre levantó la vista de las historias médicas que estudiaba para dedicarme una genuina sonrisa de alegría—. Llegas justo a tiempo.

Ignacio Calavia era la descripción exacta del médico competente y exitoso que sale en los anuncios de las revistas o en las series de televisión. Bastante entrado ya en los cincuenta, tenía el cabello entrecano, la mirada amable y un cuerpo que, aunque robusto, no evidenciaba ni un ápice de sobrepeso. Siempre decía que no había nada más antipático que un cardiólogo que te dice que debes bajar tu consumo de grasa y dejar la vida sedentaria pero que, por otra parte, exhibe una panza prominente y siempre se ve cansado.

Mi papá era y siempre había sido mi héroe.

—Hola, papá.

Lo saludé, acercándome al escritorio lleno de papeles en el cual había otra fotografía: mis padres y yo, una perfecta familia de tres. De Cristina no había ni rastro en ese espacio. De hecho, poco a poco el rastro de mi hermana había ido desapareciendo de toda la casa.

—Dime qué hay de malo con este paciente —y me tendió el archivo que estaba estudiando.

Y así empezaba. Cada sábado un nuevo acertijo por resolver, una prueba, un pedacito más de educación para mi prominente carrera.

Un Libro para HugoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora