Estoy vivo caminando al borde de la muerte

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HUGO

—¡En media hora, Hugo!

Eva entró como una tromba en el camerino, encendiendo luces y hablando demasiado fuerte, despertándome así de una siesta que, aunque profunda, se sentía insuficiente. El último mes había sido una locura: una gira nacional con Insanity que comenzó justo en cuanto aterricé en Los Ángeles y que implicaba grandes conciertos en todos los estadios importantes del país, horas en el autobús mientras componía las nuevas canciones, ruedas de prensa, entrevistas, todo eso sin descuidar el trabajo que estaba haciendo para Ana Julieta.

El cansancio me estaba pegando. Dormía poco, comía mal, fumaba como un condenado a muerte, no hacía ejercicio y la exigencia de presentaciones casi diarias intercaladas con viajes interminables por carretera hacía que me doliera cada músculo de mi cuerpo.

—¿En qué ciudad estamos? —pregunté aún medio dormido mientras le daba la orden a mi cuerpo que saliera del sofá, que me había servido de cama improvisada después de la prueba de sonido.

—Seattle —Eva abrió la heladera del camerino de la cual hizo aparecer mágicamente un Red Bull. Luego sacó de una bolsa de ropa colgada en un rincón el pantalón de cuero que la gente de relaciones públicas había decidido que debía usar esa noche y lo puso sobre una de las sillas—. Te ves como si te hubiese atropellado un camión de dieciséis ruedas.

—Solo estoy un poco cansado.

Lo cual era una puta mentira. «Un poco» ni siquiera se acercaba. No conseguía ni recordar el orden de las canciones que tenía que tocar esa noche. Mi cuerpo finalmente captó la orden de mi cerebro, aunque ya habían pasado como tres minutos, y fue hasta la mesa donde estaba el Red Bull.

No estaba seguro de sí tendría tiempo de tomar una ducha antes de la presentación, aunque a estas alturas estaba convencido de que el agua caliente podría relajar tanto mis músculos que me quedaría dormido en el piso del baño.

—Nadie dijo que ser una estrella del rock era fácil. —Eva se encogió de hombros.

—Tú pareces llevarlo muy bien.

Me dejé caer en una silla que estaba cerca de la heladera en caso de que necesitara otra bebida para despertarme. Quería lanzarle una mirada odiosa pero hasta eso me parecía un desperdicio de energía.

—Tengo sexo, casi todos los días, lo que es un conocido liberador de serotonina, y de vez en cuando me ayudo con otras cosas. Tú, por otra parte, no quieres tener asistencia de ningún tipo en esos departamentos.

—Tengo novia.

—Ana Julieta está en Nueva York, nunca lo va a saber —movió las manos exasperada—. Puedes cerrar los ojos e imaginar que es ella. Una pequeña fantasía asistida. Antes te gustaba jugar.

—¿Nunca has notado que cada persona se siente diferente? —Abrí la heladera para sacar otra lata—. En el supuesto de que accediera, cosa que no voy a hacer, y consiguiera apagar mi cerebro, mi cuerpo lo sabría y probablemente se quedaría flácido en mitad del asunto.

—¿Tú? ¿Flácido? —Eva se rio—. Si recuerdo con exactitud, podías pasar de cero a mil en treinta segundos y repetir la operación hasta cuatro veces en una sola noche.

—Aún puedo —me encogí de hombros—, solo que necesito a la persona indicada.

—¿Estás seguro? —Eva tomó una de las sillas y se sentó a horcajadas sobre ella para mirarme fijamente—. Podemos hacer la prueba. Apagamos la luz y vemos qué pasa. Puedes fingir que soy Ana Julieta, no me voy a ofender.

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