Hada Intelectual

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Hugo

Era la mujer más hermosa que había visto

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Era la mujer más hermosa que había visto. No estaba buena, no era sexy, no era del tipo que para el tráfico o arrastra miradas en la calle. Simplemente era preciosa, etérea e irreal. Verla mandaba un impulso directo al medio del pecho, convirtiendo en doloroso el simple acto de respirar.

La expresión «tan bella que duele» por fin tenía significado.

Esa tarde salí con el único propósito de comprar un regalo para mi tía Sandra, cuyo cumpleaños sería la semana entrante. A mi madre ni la llamaba, pero por mi tía era capaz de usar esa tarjeta de crédito dorada que nunca sacaba de casa.

La noche anterior, Mai, la novia de mi amigo Bruno, me había recomendado una librería de donde, en teoría, saldría con algo perfecto entre las manos, aunque cuando llegara no tuviera la menor idea de qué era lo que estaba buscando.

Ahora, parado frente a la vidriera, esas palabras parecían una maldita predicción.

La chica detrás del mostrador vestía una vaporosa blusa blanca con rayas verde manzana, su cabello chocolate estaba recogido detrás de su nuca en un ordenado peinado y usaba lentes, de esos que tienen una montura gruesa, pero al mismo tiempo femenina. Estudiaba con concentración el libro que tenía enfrente, arqueando las cejas de cuando en cuando como quien sostiene un largo debate consigo mismo, para luego escribir apresuradas notas en un cuaderno.

Parecía una especie de hada intelectual escondida entre mundanos.

Las intelectuales nunca habían sido mi tipo, y las frágiles no podían aguantar lo que me gustaba hacer con ellas. Aquello de ser un buen muchacho era algo que me estaba negado por la propia conformación de mi ADN, y la contraparte femenina de eso que nunca había sido ni sería por lo general me repelía.

Las niñas buenas eran un fastidio: había que abrirles la puerta, cortejarlas antes de que te dejaran ponerles un dedo encima y luego follártelas con suave y lenta agonía, si es que acaso no te quedabas dormido antes. Sin embargo, tuve que prácticamente obligarme a dejar de contemplarla por la vidriera, como todo un acosador, para entrar en la tienda.

—¿Puedo ayudarle en algo?

—Hola —respondí, soltando mi típica sonrisa tranquilizadora.

Ella parecía un venadito asustado y yo no quería que saliera corriendo. Estaba absolutamente maravillado con el brillo de sus ojos negros.

—Buscaba un libro para mi tía.

—¿Algo en particular?

¡Dios! ¿Cuándo había sido la última vez que había visto a una mujer sin maquillaje? Ella lucía tan... limpia.

—Poesía —dije unos segundos más tarde, cuando me di cuenta de que me estaba preguntando algo que necesitaba responder para no quedar como un completo idiota.

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