Las vistas desde el rascacielos de su empresa eran magníficas. A sus pies estaba la ciudad de Nueva York, iluminada por millares de luces que flotaban cual luciérnagas, brillando en colores de lo más variopinto. Había pocos rascacielos de la altura del suyo, así que disfrutaba de una posición privilegiada en el mismísimo corazón de la ciudad. Sin embargo, aquella noche no tenía ni la intención ni el humor para apreciar el paisaje.
Paseó por el despacho, una sala de enorme amplitud y techos amplios cuidadosamente organizada, con una copa de licor y un cigarrillo encendido. Al rodear el escritorio de aluminio casi tropezó con la papelera, tambaleándose hacia la izquierda para no caer. Cuando recobró la compostura, paseó la lengua por el paladar y le dio una patada al cesto de metal. Los trozos de papel de su interior se desparramaron por el suelo y la papelera rodó hasta que una de las dos sillas contiguas al escritorio la detuvo. Juraría que le había pedido a Sam que se deshicieran de aquel trasto y lo cambiaran por uno menos aparatoso, pero ahí seguía. «Nadie me hace caso en esta maldita empresa», renegó, farfullando entre dientes.
Estaba, tanto mental como físicamente, agotada. Los últimos días los había pasado prácticamente sin salir del despacho, intentando que su mente dejara de darle vueltas a todo el asunto de Emma. No entendía a aquella chiquilla y estaba empezando a exasperarla. ¿Por qué la besó ese día en la trastienda? ¿Por qué fue a verla a su habitación la otra noche? Bufó, sujetando el cigarro entre el índice y el corazón mientras intentaba calmar las palpitaciones de su frente con los dedos restantes.
El líquido ondeaba en el vaso de cristal a medida que Regina movía la mano, sopesando si debía (o no) dar el que sería su trigésimo sorbo. «Tal vez hayas bebido demasiado», se dijo con una vocecilla acusadora. Suspiró, dejando el vaso sobre una de las mesitas de cristal que había junto a la pared y se decantó por llevarse el cigarro a los labios. En cuanto le dio una firme calada, sus músculos se relajaron y ella se dejó caer en la butaca más cercana. Tenía la cristalera justo enfrente, con el cielo nocturno como único testigo de lo atormentada que se sentía.
El humo escapó de su boca e impregnó el aire de la sala. Ella echó la cabeza hacia atrás, dejando que su vista se perdiera, siguiendo el rastro de aquella nube de humo que se filtraba a través de las rendijas de los conductos de ventilación. Tal vez había presionado a Emma de algún modo o quizás había proyectado demasiado sus sentimientos hacía ella, confundiéndola. Frunció los labios y volvió a dar una calada. Sea como fuere, la rubia estaba desaparecida.
No en el sentido literal de la palabra, ya que al menos se había tomado la molestia de avisarla de que pasaría «unos días» en casa de Mary. Regina recordaba que, al recibir su mensaje, con aquella vaga explicación de por qué necesitaba estar sola, no había podido evitar leer entre líneas: Estaba huyendo. ¿Y quién demonios huye después de medio acostarse con alguien? «Tú, tú huiste», se recordó, poniendo los ojos en blanco.
Tenía razón, ¿con qué derecho se quejaba de Emma si ella la había dejado sola por la mañana? Bufó, hundiendo el cigarrillo en el cenicero que había en la mesita. «Te acobardaste y saliste corriendo. Tenías demasiado miedo a que te rechazara», añadió y el corazón se le estremeció, víctima de la cruda verdad que se escondía tras esas palabras. Regina había tenido miedo, sí. Miedo a que Emma abriera los ojos y que ella pudiera ver la culpa, la vergüenza e incluso el asco en su mirada. Se conocía lo suficiente como para saber que no habría sido capaz de soportarlo y por eso había salido corriendo del apartamento, las palabras de la rubia resonando aún en su mente: «Esto no está bien».
El golpeteo en la puerta de la entrada la sacó de sus pensamientos, haciendo que su espalda se tensara hacia delante. Echó una ojeada al reloj de pared y enarcó una ceja. ¿Quién seguía en la empresa a la una de la madrugada? Si mal no recordaba, ya le había dicho tanto a Sam como a Nigel que se marcharan.
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Hasta saldar la deuda
Romance[COMPLETA] Un millón de dólares. Ese es el total al que asciende la deuda de Emma Swan, una joven camarera. Las malas decisiones de su padre y la presión de las deudas acumuladas la empujarán a cerrar un trato que jamás habría llegado a imaginar con...