Capítulo 17. El límite entre tú y yo

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La cabeza le daba vueltas. No, más bien parecía que toda aquella habitación giraba a su alrededor. Se sentía como en una noria, mareada y a la vez extasiada por todas las sensaciones que llegaban a ella. Un oleaje de aromas y caricias, de besos húmedos y jadeos ahogados.

Emma no era una persona muy experimentada. Las parejas que había tenido podían contarse con una mano y sus experiencias en la cama... bueno, también podía resumirlas del mismo modo. Por ello, cuando Regina palpaba su piel, deslizándose por debajo de aquella camiseta semi mojada, algo en ella se estremecía.

Se mordió la mano, callando un gemido, en cuanto notó cómo los habilidosos dedos de la mujer rozaban el contorno de sus pechos. La morena llevaba aquella bata de seda morada, con el escote entreabierto, que tanto le gustaba. Desde su posición, podía ver cómo resplandecía su piel, podía notar la suavidad de sus piernas e incluso sentía aquel agradable olor afrutado que le llamó la atención desde el primer día que la vio. Puede que, sin saberlo siquiera, ya desde ese mismo momento hubiera cavado su propia tumba. «Maldita sea», jadeó mientras los dedos de los pies se apretaban contra el colchón al sentir la lengua de Regina humedeciendo su piel.

Apresó su pecho derecho con la mano mientras lamía de abajo arriba el izquierdo. La miraba con aire depredador, los ojos como dos perlas de obsidiana que brillaban a través del alborotado cabello que le caía por el rostro. La imagen de la morena era demasiado cautivadora como para apartar la vista, pero no pudo evitar echar la cabeza hacia atrás al sentir la voracidad de sus dientes. Gimió, la humedad de su centro aumentando a cada bocado de Regina. Estaba empapada y el cuerpo le palpitaba casi tanto como el pulso, anhelando más.

Al borde de perder el juicio, sus manos buscaron el rostro de la morena y lo atrajeron al suyo. Ambas se fundieron en un beso fiero, cargado de intensidad. Cuando se separaron, Emma correteó de espaldas por el colchón, buscando el espacio necesario para deshacerse de su camiseta. Regina esbozó una sonrisilla traviesa y se desabrochó la bata, tirando de uno de los extremos del nudo que envolvía su cintura. La pieza de ropa cayó, resbalando por sus hombros y Emma se deleitó con una vista que (durante demasiado tiempo) sólo había sido capaz de recrear en su imaginación. La piel de esa mujer parecía hecha de seda. Era perfecta, casi tanto que no parecía real. Tragó saliva, la boca seca.

—Estás demasiado lejos —gruñó ella, gateando en su dirección.

Emma se había quedado paralizada, no era capaz de moverse. Ni siquiera podía pensar con propiedad. Toda la iniciativa que había mostrado hacía apenas unos segundos la había abandonado, tornándose en una suerte de inseguridad asfixiante. «¿Y si no soy suficiente para ella?», se repetía. Con semejante belleza delante, la rubia se sentía pequeña e insignificante. Como una pequeña mota de polvo en un mar de perlas. Sin embargo, cuando la boca de Regina se fundió con la suya, toda preocupación se disipó. Temía estar adentrándose en algo desconocido, sí, pero la urgencia de su deseo hizo que su líbido tomara las riendas.

El cuerpo de la morena era suave. Podía sentirlo arder bajo la delicadeza de su piel, emanando una calidez que rivalizaba con la suya. Los dedos se le movieron solos, en busca de su calor, reptando por su cintura con la expectación e inocencia de quien jamás había tocado el cuerpo de otra mujer. Todo le resultaba asombroso, desde el sabor dulce de aquellos labios hasta el tacto de unos pechos que no eran los suyos. Lejos de la dureza a la que estaba acostumbrada en el torso de sus amantes, Regina parecía ser una obra de arte tan bella como frágil.

Oyó los gemidos de la morena romperse contra su aliento a medida que sus manos se aventuraban más en el tacto de su cuerpo y en lo único que pudo pensar fue en lo mucho que codiciaba esa sinfonía. Como en una especie de trance, se encontró bajando las manos hacia las caderas de Regina mientras su boca se convertía en el bálsamo de sus jadeos. Las lenguas se entrelazaron con el mismo fervor con el que ella tiraba del elástico de su ropa interior.

Hasta saldar la deudaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora