Capítulo 10. Setecientos metros

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El apartamento en Nueva York siempre le había parecido vacío. Estaba acostumbrada a su vida en Boston y aún no se hacía a la idea de que tuviera que empezar en un lugar como aquel, tan lleno de gente. Sin embargo, ver como Sam y Nigel colocaban la décima caja de cartón en el recibidor, hizo que notara cierta calidez en el pecho. Una parte de ella aún no se creía que la rubia hubiera aceptado su proposición, que fueran a vivir juntas, así que desde hacía varios días que se pellizcaba la mano izquierda para comprobar que no estaba viviendo en un sueño.

Sonrió bobamente al pasar junto a la última pila de cajas y muebles que Emma había decidido traer de su piso y se encendió un cigarrillo. Al ritmo que llevaban, conseguirían tenerlo todo listo antes del anochecer. Esa era su meta, ya que quería sorprenderla cuando volviera del trabajo. La rubia se había marchado al restaurante en el que trabajaba, el Lumiere, cuando las calles aún no habían ni amanecido y aunque le había dicho que quería ayudarla con la mudanza, Regina sabía que llegaría demasiado cansada como para ponerse a mover cajas de arriba abajo. Echó una bocanada de humo y se cruzó de brazos. «¿Y ahora qué hago con tantos trastos?», pensó.

—¿Dónde dejamos esto? —preguntó Sam, jadeante.

Se refería a una de las butacas del salón de Emma, aquella en la que a la morena le gustaba sentarse cuando iba de visita a su piso. Dio un rápido vistazo a su alrededor, frunciendo el ceño. No combinaba, en absoluto, con el estilo del resto de su apartamento. Se acarició las sienes con la yema de los dedos y suspiró. Sabía que a la rubia le haría ilusión ver esa butaca, ya que formaba parte de las cosas que había catalogado como «imprescindibles» para mudarse, así que no le quedaba más remedio que encontrarle un hueco. La cuestión era: ¿dónde?

Tanteó el espacio, caminando a lo largo y ancho de su amplio comedor.

—Ponedlo aquí —ordenó, señalando el espacio que había entre su sofá y la lámpara de pie.

Sam asintió, resoplando cuando entre él y Nigel volvieron a alzar la butaca. El pelirrojo, en cambio, no parecía estar teniendo demasiados problemas para cargar con el peso. O puede que sólo quisiera hacerse el fuerte ante su compañero. Con aquellos dos nunca se sabía. El mueble cayó suavemente sobre el parqué del salón y Regina lo contempló, cruzada de brazos. Tampoco quedaba tan mal y lo cierto es que era bastante cómoda.

Sus dos guardaespaldas se sacudieron las manos y volvieron al trabajo, desempaquetando las cajas. La morena aprovechó para dejarse caer en la nueva butaca del salón. La suavidad del cojín parecía abrazarla, aunque lo más notable era lo mucho que podía sentir el aroma de Emma en ella. Casi parecía que estuviera allí. Cerró los ojos, dejándose llevar por el aroma, y le dio una calada al cigarrillo. Sentía que aún no era del todo consciente de que en las próximas horas aquel agradable olor formaría parte de su día a día. Ya no estaría sola.

El teléfono sacudió los bolsillos de su pantalón, vibrando, y ella chasqueó la lengua. Estaba cansada de recibir una llamada tras otra, pero cuando pudo ver la pantalla del dispositivo su mente se despejó al instante. Descolgó, sintiendo los hombros tensos.

—Buenos días, señorita Mills —la voz del doctor García sonó a través del audífono del terminal—. Lamento no haberla avisado de mi llamada y espero no importunarla en su trabajo, pero... ¿Podría dedicarme unos minutos de su tiempo?

—No me molesta ni interrumpe en absoluto, doctor —aclaró ella. Todo su cuerpo palpitaba al ritmo de sus latidos—. ¿Ha pasado algo? ¿El señor Mills está bien?

Desde su visita a Boston, hacía ya casi dos semanas, que Regina había acordado con el doctor García tener reportes diarios sobre el estado de salud de Henry. No le sorprendía oír su voz, lo que la alteraba es que en aquella ocasión parecía diferente. No había recibido el mail confirmando la hora para tener su habitual charla, sino que el hombre la había llamado directamente y eso sólo quería decir una cosa: Necesitaba tratar con ella algún tema urgente.

Hasta saldar la deudaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora