Capítulo 4. Sal y pimienta

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El agua empezó a hervir, borbotando, y el aroma de la pancetta frita ya inundaba el aire. Regina cerró los ojos, apreciando aquel delicioso olor. Esa fragancia le hacía sentir cierta nostalgia y la transportaba a una época que se le antojaba de lo más lejana. Volvía a su niñez, a aquella niña tímida que esperaba con anhelo a que su madre le sirviera un plato de pasta y le besara las mejillas. Sintió una punzada en el pecho.

Había llovido mucho desde entonces y para seguir adelante decidió que esa parte de su corazón quedaría sellada para siempre, junto a sus recuerdos de niñez, en lo más profundo de su ser. Dejó escapar un suspiro, saliendo de su trance, y echó una pizca de sal a la cazuela segundos antes de volcar los espagueti. No debía empezar a recordar o acabaría teniendo un ataque de pánico.

Canturreó para distraerse, humedeciendo un poco la pasta con el agua caliente y repasó con la mirada la sartén con los trozos de carne a tiras. «Un par de minutos más y ya estará», asintió para sí misma mientras sacudía las colillas del cigarrillo en el cenicero que había sobre el mármol.

Sujetó el cigarro con los labios y fue hacia la nevera en busca de un par de huevos. Tuvo que ponerse de puntillas para poder llegar a la parte superior del aparato y tanteó con la mano derecha hasta dar con lo que buscaba. Al voltearse vio cómo Emma la miraba, sus azulados ojos brillando con una mezcla de asombro e impaciencia.

La rubia la había estado contemplando en silencio, sentada en uno de los taburetes que flanqueaban la isla de su cocina y de tanto en tanto la había visto frotarse las manos o las rodillas. A juzgar por el estado en el que se encontraba y lo mucho que sus pupilas se dilataban al ver dorarse la pancetta, probablemente aquella sería su primera comida del día. Negó con la cabeza, suspirando. Era como un cachorrillo abandonado.

—¿Usas aceite de oliva? —le preguntó, alzando la cabeza para llegar a ver los fogones.

—Claro, es mucho más sano.

—Y más caro —puntualizó.

—También —le concedió ella, riendo.

—¿Y para qué son los huevos?

—¿Cómo que «para qué», niña? —arqueó una ceja y exhaló una bocanada de humo—. Para la salsa, está claro.

—Pero... ¿La carbonara no se hace con nata?

Regina enmudeció. No era la primera persona que tenía una confusión similar, pero cada vez que lo oía sentía que le daban un puñetazo en el estómago. Se volvió a llevar el cigarrillo a los labios y le dio una calada, tranquilizándose. «No todo el mundo sabe hacer una buena carbonara, es normal», se recordó mientras se frotaba las sienes con los dedos.

—La salsa carbonara se hace con yemas de huevo, todo lo demás es un insulto. Incluida esa odiosa versión con nata —señaló, resquebrajando la cáscara del huevo y apartando las claras en otro bol. Al acabar con el segundo, empezó a batir las yemas—. Si empezaron a hacer la pasta con esa pseudo-carbonara fue por comodidad, ya que el plato aguanta más tiempo la textura cremosa de la nata que la de las yemas. Pero el sabor es totalmente distinto, se pierde toda la magia y el encanto del plato.

—Pues a mí me gusta con nata... —musitó la rubia.

—Eso es porque aún no has probado mi carbonara —contraatacó ella, guiñándole un ojo. Emma se tensó al instante y la morena rió—. No te preocupes, mantendré la distancia de seguridad esta vez —bromeó.

La rubia apretó los labios, molesta, y ella dejó escapar otra risita antes de volver a su salsa. Con la mano que tenía libre, volcó el queso parmesano que había rayado con anterioridad y lo mezcló en el bol de las yemas hasta crear una pasta dorada y algo espesa. Puso el bol sobre el mármol y sazonó el contenido con abundante pimienta negra. Al terminar apartó el cigarrillo, hundiéndolo en el cenicero y dejó escapar un suspiro. La pasta estaría ya al dente y la pancetta ya había adquirido ese tono amarronado tan característico. Ahora sólo le quedaba poner todos los elementos en comunión.

Hasta saldar la deudaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora