Capítulo 1. La chica del millón de dólares

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El grifo de la cocina goteaba y Emma podía oírlo desde su cuarto. Se suponía que su padre debería haber llamado al fontanero. Suspiró, desperezándose y se incorporó con lentitud. La realidad es que también se suponía que aquel hombre debería haber hecho otras muchas cosas, como avisar al casero para que arreglase las grietas del techo de su cuarto. Había una por la que, de tanto en tanto, caía polvo y gravilla. «Es un milagro que todavía no se me haya caído encima», pensó.

Caminó a tientas por el pasillo y sus dedos se deslizaron por la rugosidad de la pared. Todo estaba en una calma inquietante, una especie de estado de suspensión que le hacía dudar de que estuviera despierta. Y lo cierto es que le habría gustado seguir soñando un poco más, pues al menos en ese otro mundo no tenía que enfrentarse a ningún problema. En ese lugar lo único que le preocupaba era su propia felicidad, nada más.

El repicar del agua contra las cañerías era el único sonido que la acompañaba en el apartamento, reverberando gracias al eco del silencio. Sacudió la cabeza, bostezando. Sabía que debía empezar a prepararse el desayuno o de lo contrario llegaría tarde al trabajo. Su turno comenzaba en menos de dos horas y aún no se había ni duchado.

Estiró del tirador metálico de la nevera y se quedó mirando en su interior, dejando la mente en blanco. Un par de paquetes de kétchup y mostaza, un tarro con algo de café molido y dos lonchas de una mortadela que juraría que empezaba a crear vida propia. Arrugó la nariz ante el hedor y se deshizo de ella, sujetándola en pinza como si fuera radioactiva. Tras lanzarla, un conocido sentimiento de desazón le encogió el pecho. No es que albergara esperanza alguna de que le quedara comida, pero le resultó frustrante volver a darse de bruces con la realidad.

Desde que su padre, Robert, se marchó de nuevo a uno de sus extraños «viajes de negocios» que había tenido que buscarse la vida por su cuenta y hacer frente a todos los gastos: alquiler, facturas de suministros, seguros obligatorios... y deudas. Apretó el puño al recordarlo. Ella podría haberse mantenido perfectamente de no ser por la cantidad de deudas que tenían acumuladas. Si los cálculos no le fallaban, ya debían la friolera de más de 200.000 dólares a varios prestamistas y eso, con las tasas de interés, era un pago al que no podía hacer frente. Resopló, cerrando los ojos. No había manera humana de que con su sueldo pudiera cuadrar semejante cantidad.

El estómago le rugió, trayéndola de vuelta a la realidad. Emma lanzó un pesado suspiro y se dejó caer en el taburete que había junto a la barra de la encimera. Tampoco tenía sentido que le diera vueltas en ese momento, ya que no conseguiría cambiar nada. Le iba a tocar volver a tirar de ingenio para convertir las sobras de la noche anterior en algo aprovechable para el desayuno.

—¡Eh! ¡Robert! —gritó alguien, golpeando la puerta de su apartamento. Emma dio un respingo—. ¡Abre de una vez, Robert! —añadió.

La voz era grave, probablemente de un hombre en sus treinta y muchos. Y a juzgar por el tono, no quería tener una conversación amigable con su padre.

—¡Sabemos que estás ahí! ¡Vamos, abre! —inquirió una nueva voz. También parecía de hombre, aunque era ligeramente más rasgada que la anterior. Casi rozaba la afonía.

Ella torció el gesto y se frotó las sienes con la yema de los dedos. No era la primera vez que el casero les enviaba a un par de matones de poca monta para cobrar el alquiler. Normalmente se iban en cuanto les explicaba la situación, soltando un par de lágrimas y prometiendo pagar la cuota al día siguiente. Se puso en pie, repasando su reflejo en el cristal del microondas. Revolvió un par de mechones de su cabello rubio para darse un aspecto aún más desaliñado y se quedó ahí plantada, haciendo caso omiso al golpeteo de la puerta, hasta que sus azulados ojos se enrojecieron. Ya estaba lista.

Hasta saldar la deudaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora