Capítulo 12. Mano firme

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El pasillo no tenía fin. Ella corría, jadeante, mientras dejaba atrás decenas de habitaciones sin llegar a ver aún el final de su camino. Todas las paredes eran iguales, todas las puertas estaban pintadas del mismo blanco mortecino que tanto aborrecía y todas las luces centelleaban a su paso. Olía a plástico y a químicos, una combinación que acentuaba aún más las náuseas que ya de por sí estaba sintiendo.

Odiaba los hospitales y, por algún capricho del destino, su suerte había querido que no dejara de visitarlos. Primero Henry y ahora ella. Apretó los carrillos, furiosa consigo misma por no haberla cuidado mejor. No debería haberla dejado sola. Aún sentía escalofríos al recordar la llamada que había recibido del Hospital de Coney Island: Emma había sido ingresada en urgencias tras un desmayo del que aún no sabían decirle la causa. «¿Y si los análisis de sangre se equivocan y ha heredado la enfermedad de Henry?», el corazón le dio un vuelco. No podría soportarlo.

Alcanzó la puerta 215 y se detuvo para coger algo de aire. Las manos le temblaban, sujetas a los marcos de madera de la entrada. Sam y Nigel la alcanzaron en cuestión de segundos. Al contrario que en el Hospital de Massachusetts, en esta ocasión se negaron a dejarla sola. Tampoco podía reprochárselo, ya que no estaban al tanto de los protocolos de seguridad de ese edificio y ellos sólo estaban cumpliendo con su deber: mantenerla a salvo.

—¿Quiénes sois? —oyó preguntar a una voz a sus espaldas.

Regina se ladeó de inmediato, encontrándose con un joven de no más de treinta años que sostenía un vaso de plástico con algún tipo de bebida caliente que no dejaba de humear. Era bastante alto, casi tanto como Sam, y muy apuesto. Atributos que, sin embargo, pasó por alto en cuanto vio cómo su mirada viajaba de ellos a la puerta de la habitación en la que se encontraba Emma. Arqueó las cejas, intrigada.

—¿Y quién eres tú? —le inquirió.

Él parpadeó, como si su pregunta hubiera sido de lo más absurda.

—Soy Graham, su novio —respondió. Ella frunció aún más el ceño, repasándole con la mirada—. Tú debes ser la casera, Regina Mills. Emma me ha hablado de ti —aclaró, el tono glacial—. Y estos dos hombretones imagino que vienen contigo, ¿no? Pues los tres podéis marcharos, yo me encargo.

La morena se echó a reír ante la ocurrencia. Aquella situación la superaba, ya que ni por un segundo había podido imaginar algo así. ¿Emma tenía pareja? No es que dudara del encanto de la rubia para atraer a terceras personas, pues ella misma también había caído rendida nada más verla, pero... todo le parecía extraño. Por lo poco que la conocía (y lo mucho que había investigado sobre ella los días previos a encontrarla), sabía que le gustaba estar sola o más bien que prefería confiar sólo en sí misma.

¿Qué la había empujado a cambiar de opinión? ¿Desde cuándo estaba con ese chico? Y lo más acuciante: ¿por qué no se lo había dicho? Se mordió el labio, incapaz de calmar la inquietud que le correteaba por el estómago. Quería respuestas. No, más bien las necesitaba casi tanto como el propio aire, pues sentía que la incertidumbre la estaba ahogando. Si Emma estaba enamorada de ese hombre, si un día decidiera alejarse de ella... ¿qué haría? No podía retenerla para siempre con mentiras. El corazón se le estremeció y un sudor frío le recorrió la espalda.

Sin embargo, no iba a dejar que ese patán la desestabilizara más de la cuenta. Hizo acopio de todas sus fuerzas y sonrió, desafiante.

—Me alegra saber que Emma ya te ha hablado de mí. Es una lástima que no pueda decir lo mismo: Tu nombre no ha aparecido nunca en nuestras conversaciones. Curioso, ¿verdad? Me pregunto por qué será... Puede que ni le diera importancia —resolvió, la mirada firme y los brazos cruzados. Él tensó los hombros.

Hasta saldar la deudaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora