Capítulo 11. El escándalo

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La habitación parecía dar vueltas a su alrededor, como un tiovivo exento de luces cuyo único sonido era el de un zumbido de lo más molesto. Una vibración seca que retumbaba en el interior de su oído izquierdo. Entreabrió el ojo y alargó el brazo hasta dar con el causante de su alboroto matutino. Había olvidado quitar la alarma de su teléfono y en la pantalla se mostraba un mensaje «¡Despierta o llegarás tarde!» junto a la hora: Las seis de la mañana. Desactivó el aviso y lanzó el teléfono, que rebotó hasta llegar a los pies de su cama.

No había conseguido pegar ojo. Al contrario de lo que pensaba (o se había imaginado) de su primera noche en el nuevo piso, su insomnio no lo provocó el colchón al que no estaba acostumbrada o el cambio de entorno, sino algo mucho más desagradable. Se revolvió en las sábanas y resopló. Los párpados le palpitaban casi tanto como las sienes y lo único que tenía en la cabeza era el eco de los interminables gemidos que había tenido que soportar. Horas de jadeos, gritos y traqueteo de muebles que estuvieron a punto de hacerle perder el poco juicio que le quedaba.

Tal había sido su desesperación que había llegado a plantearse ir de hurtadillas a su antiguo apartamento o incluso llamar a Neal o Mary para que le prestaran su sofá. Ni esconder la cabeza bajo la almohada le había ayudado a amortiguar el sonido. «Maldito día en el que decidiste aceptar su proposición, Emma Swan», se reprochó, encogiéndose bajo el calor del edredón. Bostezó con pesadez y le dio un par de patadas al colchón, refunfuñando acerca de su mala suerte. Por desgracia, una vez despierta tenía claro que le costaría demasiado volver a dormirse, así que se decidió por ir a la cocina a prepararse una de las infusiones de Mary. «Debo estar desesperada», suspiró.

Aún no se sentía del todo cómoda con la idea de deambular por la vasta extensión del apartamento a sus anchas, pero tampoco quería ver a Regina. Y mucho menos a su acompañante. Se sentó en el borde de la cama, enfundándose unos gruesos calcetines que empleó a modo de zapatillas y se quedó unos instantes mirando a su alrededor, como si su mente necesitara de unos segundos para reprogramarse y habituarse al nuevo entorno.

El espacio distaba mucho de parecerse a su anterior habitación. Las paredes eran lisas, sin una sola grieta, y el lugar era tan amplio como su antiguo salón (cocina incluida). Al fondo había un vestidor, por el momento vacío, repleto de estanterías y colgadores metálicos. Junto a él, una gran cómoda que hacía las veces de tocador, con un espejo rectangular y un taburete acolchado en su flanco izquierdo. En el centro del cuarto se encontraba la cama y justo al frente había un televisor cuya envergadura le parecía irrisoria, ya que prácticamente ocupaba toda la pared.

Se puso en pie, estirando los hombros, y salió de la habitación. Un silencio sepulcral (del tipo que le habría gustado tener la noche anterior) invadía el apartamento, así que agradeció llevar puestos los calcetines para amortiguar el sonido de sus pisadas. Aún tenía que pasar por delante del dormitorio de Regina para llegar a las escaleras que bajaban al salón y no quería hacer ni el menor ruido. Caminó a tientas, sirviéndose de la poca luz que pasaba a través las claraboyas del techo, casi como un fantasma o un espectro.

Cuando alcanzó el reposamanos metálico de las escaleras, suspiró de alivio. Lo peor ya había pasado. Ya sólo le quedaba tomarse su infusión y volver a la cama para intentar descansar. Cruzó el salón en un santiamén, caminando bastante más ligera, pero conforme se fue acercando a su destino sintió una punzada en el pecho. Desde el comedor podía ver la luz de la cocina encendida y eso, lamentablemente, sólo quería decir una cosa: no estaba sola. Respiró hondo, calmando el palpitar de sus nervios, y continuó avanzando.

Regina se encontraba sentada en uno de los taburetes, sosteniendo una taza de café con su mano izquierda y el teléfono con la derecha. Tenía el cabello húmedo y por la piel le correteaba alguna que otra gota de agua que le confería un aspecto de lo más brillante. Al menos la que se dejaba entrever, pues su cuerpo estaba cubierto por una bata de algodón bastante gruesa. La mujer dejó el smartphone sobre el mármol y le sonrió.

Hasta saldar la deudaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora