La cafetera silbó, echando humo, así que Emma corrió a apartarla del fuego. Un minuto más y el contenido habría salido a borbotones, salpicándolo todo a su alrededor. «¿Qué te pasa? ¿Dónde narices tienes la cabeza?», se recriminó mientras hacía a un lado el cacharro de metal. Abrió la tapa, con cuidado de no quemarse, y volcó el contenido en su taza. El aroma a tostado subía junto con un pequeño hilo de vapor y ella inspiró hondo, sonriente. Le encantaba ese olor.
Cuando su padre volvía a casa, en una de esas coincidencias astrales que ocurren una vez cada mil años, podía adivinar que estaba ahí sin haberle visto siquiera. Sólo debía dejarse guiar por su olfato y sentir el inconfundible tañido del café recién hecho. Así eran siempre sus encuentros. Ella iba para la cocina, ansiosa por verle, y Robert la esperaba con un par de tazas, buñuelos y decenas de postales de lugares de lo más variopinto. Luego le contaba sus aventuras, describiéndole con el máximo detalle cada encuentro, cada lugar... De niña le fascinaba oír los relatos de su padre y soñaba con tener la ocasión de verle más a menudo, de oír más de sus historias.
Pero Emma ya no era una niña.
—¡Neal! ¿El café lo quieres solo o con leche? —preguntó, alzando la voz.
—¡Solo! —le indicó él—. Y date prisa que va a empezar el partido y te vas a perder el inicio.
El castaño estaba sentado en una de las butacas del comedor, con el televisor encendido y a la espera de ver el encuentro de los Giants de Nueva York y los Cowboys de Dallas. Llevaba puesta su camiseta de la suerte, una prenda que pertenecía a su familia desde hacía más de 80 años. Era una pieza de ropa desgastada, con los rebordes de las mangas algo carcomidos y deshilachados y un tono azul que parecía haber pasado a mejor vida. Algún día debió ser parte del merchandising de la época, pero ya no se podía ni distinguir el nombre del reverso y muy vagamente se intuía un número 12 en el dorsal.
Sin embargo, Neal se enorgullecía siempre que se la ponía. Más de una vez le había dicho que con esa camiseta puesta, los Giants jamás perderían un partido. Y en casi la mitad de las ocasiones tenía razón.
—¿Cuándo vendrá Mary? —le preguntó, adelantándose para buscar el mando del televisor—. Era a ella a quien le tocaba traer los pastelitos hoy y tengo hambre —bufó, echándose de nuevo en el asiento.
—Ya sabes cómo se pone la pastelería a estas horas —comentó Emma, acercándole el café—. Y los días de partido parece que a la gente le da aún más por el dulce.
Ella se sentó en la butaca contigua a la de Neal y el castaño volvió a bufar, cruzándose de brazos. La paciencia no era uno de sus fuertes.
—La vez que me tocó a mí no tardé tanto —renegó.
—¿Si le envío un mensaje te quedarás más tranquilo? —le propuso ella y Neal asintió—. Eres como un crío... —sentenció, chasqueando la lengua, mientras se inclinaba para alcanzar su teléfono móvil.
La luz del terminal no parpadeaba y eso quería decir que probablemente tampoco tendría notificaciones. Emma era consciente de lo que se iba a encontrar, pero no pudo evitar que su corazón se encogiera al ver la pantalla vacía. Llevaba ya varios días con una sensación de lo más extraña en el cuerpo, una especie de malestar que no hacía más que acentuarse cada vez que comprobaba que no había mensajes nuevos. Se llevó la mano que tenía libre al pecho y respiró hondo.
Intentaba negarlo, pero sabía cuál era la razón de fondo. Aquella inquietud se debía al hecho de no haber vuelto a tener noticias de Regina desde hacía más de cinco días. En realidad, no había recibido ninguna notificación nueva en la app de aquella mujer. La última fue la que le confirmó el pago por su servicio, comer con ella, y que le restó 90 dólares a su deuda. Una suma de lo más elevada teniendo en cuenta que lo único que hizo fue poner la mesa y, literalmente, comer. Paseó entre los apartados de la aplicación, deslizando el dedo, y suspiró. Todo seguía vacío.
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Hasta saldar la deuda
Romance[COMPLETA] Un millón de dólares. Ese es el total al que asciende la deuda de Emma Swan, una joven camarera. Las malas decisiones de su padre y la presión de las deudas acumuladas la empujarán a cerrar un trato que jamás habría llegado a imaginar con...