Capítulo 8. La ciudad de Boston

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La luz de la pantalla de su teléfono la cegó. Parpadeó un par de veces, con una mueca en el rostro, y en cuanto sus ojos se acostumbraron a la intensidad lumínica, repasó la barra de notificaciones del terminal. Eran las seis de la mañana y ya tenía más de cien mensajes y una decena de llamadas perdidas. Suspiró, incorporándose hasta que su espalda dio con el apoyo del cabezal de la cama.

Antes de empezar el día, quería tener todas esas alertas leídas y revisadas. Aquella era una rutina que le gustaba llevar a cabo y que había aprendido de Henry. Su jefe solía amanecer junto a un teléfono y un bloc de notas y no salía de la cama hasta que todo lo importante había sido anotado y estudiado. Decía que de ese modo se aseguraba de no desperdiciar ni un sólo minuto de su día con tareas del anterior. Era un hombre curiosamente metódico.

Un ronroneo la distrajo y sintió cómo unos brazos se abrían paso bajo las sábanas, aferrándose a su cintura. A su lado dormía la nueva guardaespaldas del señor Mills, una chica pelirroja cuyo nombre era incapaz de recordar. ¿Jamie, Annie...? Se mordió el labio, rodando los ojos ante su falta de memoria. Regina era capaz de memorizar direcciones y cientos de números de las cuentas de la empresa, pero, por algún extraño motivo, no se veía con la capacidad de recordar el nombre de ciertas personas. Bien parecía que su inconsciente le estuviera enviando un claro mensaje: Le importaban tan poco que no merecía la pena ni conservar sus nombres.

Aquella muchacha, por ejemplo, no hacía ni dos semanas que había empezado a trabajar como miembro de la seguridad privada de su jefe y ya estaba poniendo en peligro su puesto acostándose con ella. ¿Se podía saber en qué demonios pensaba para hacer algo así? Negó con la cabeza y alargó el brazo hasta dar con el mechero y el paquete de Marlboro que había sobre la mesita de noche. Sacó un cigarrillo y lo prendió, dándole una firme calada.

No se merecían su simpatía, sólo le servían para distraerse.

—¿Ya estás despierta? —preguntó la chica, la voz pastosa.

La miraba con el ojo izquierdo aún cerrado y la cara medio escondida entre las sábanas. Tenía el cabello revuelto y una expresión cansada, acentuada por sus oscuras ojeras. «Eso último probablemente sea por mi culpa», pensó, divertida.

—Tengo trabajo por hacer. Puedes seguir durmiendo, si quieres —le sugirió, dejando escapar una bocanada de humo.

—Está bien —bostezó mientras se acurrucaba a su lado.

Regina le echó una ojeada y sacudió la cabeza, volviendo a su teléfono móvil. Pese a su apariencia ruda (y las esperanzas que había puesto en ella), resultó que la guardaespaldas era bastante sosa en la cama. No es que le desagradara el sexo con ella, y las noches que habían pasado juntas habían estado bien, pero echaba en falta algo más apasionado. Le aburría tener que tomar siempre la iniciativa en todo. Se llevó el cigarrillo a los labios y empezó a revisar las notificaciones.

Todo parecía estar en orden. Había mucho mensaje sobre actualizaciones de estado de los departamentos, varios números sobre el crecimiento positivo en bolsa y llamadas de algún que otro posible socio cuyo acuerdo aún tenía pendiente cerrar. Lo que más llamó su atención, no obstante, fue un email de Mayka en el que adjuntaba una tabla con datos de lo más alarmantes. La sucursal europea estaba en números rojos y la situación no parecía mejorar. Frunció los labios. Muy a su pesar, tendría que volver a discutir con Henry sobre qué hacer al respecto.

Ella llevaba años diciéndole que lo mejor era desprenderse de ese lastre, pero su jefe siempre le respondía con evasivas. Era un hombre inteligente, así que sabía que ambos veían la situación del mismo modo: La venta de la sede europea no era una opción, era una necesidad. Y aún y así, no lo hacía.

Hasta saldar la deudaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora