Capítulo 3. La llave

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La espalda le dolía y tenía las cervicales cargadas. Frunció los labios y se frotó enérgicamente los hombros. Estaba sentada sobre un par de cajas de cerveza vacías, en la trastienda del restaurante en el que trabajaba. Había tenido que pedirle a Mary que la cubriera cinco minutos porque el dolor la estaba matando. Llevaba tensa desde la visita de aquella mujer y tampoco ayudaba el hecho de haberse pasado la noche dando vueltas de la cama al sofá, incapaz de pegar ojo. «Todo esto es por su culpa», renegó.

¿Quién demonios se pensaba que era? ¿Acaso no entendía lo que era el espacio personal? Bufó, golpeando una lata de Coca-Cola con el pie. La tuvo tan cerca que, cuando quiso darse cuenta, prácticamente podía sentir su aliento erizandole la piel. El aroma de esa mujer la había embrujado, haciéndole perder la cordura. Fue incapaz de moverse, incapaz de rechazarla. Hundió los dedos en su hombro, descargando su frustración y apretó los carrillos.

Quería verla para poder gritarle cuatro cosas a la cara, pero su parte más sensata la empujaba a permanecer lejos. Aquella mujer era peligrosa. Sin embargo, lo que más le preocupaba y el verdadero motivo por el que no había logrado dormir era otro. Cada vez que cerraba los ojos, la veía a ella. Tenía su mirada grabada a fuego en la memoria y el recuerdo de sus labios... Trago saliva. «Esto no está bien», negó con la cabeza, como si pretendiera sacudir sus pensamientos.

No podía pensar así de una mujer como ella, por endemoniadamente atractiva que fuera. Era un ser despreciable que vivía aprovechándose de la desgracia de los demás y la odiaba por eso. A ella y a todos los de su misma calaña.

—¿Emma? —oyó la voz de Mary y dio un respingo. Su compañera estaba apoyada en el marco de la puerta—. ¿Estás mejor? El señor White pregunta por ti.

Ella suspiró. Que el jefe del restaurante quisiera hablar con alguno de sus empleados no era algo positivo. Las muchas veces que había ido a hablar con el señor White a su despacho lo único que había conseguido llevarse era una buena reprimenda. La última fue por su falta de puntualidad o de decoro con algunos clientes. Y esta probablemente sería por lo mucho que se «escaqueaba» del trabajo.

—¿Qué le has dicho?

—¿Qué le voy a decir? Pues la verdad, que te encontrabas indispuesta —le respondió, cruzándose de brazos—. Tienes unas ojeras que te llegan hasta la suela de los zapatos, cielo. ¿Tan mala noche has pasado?

—Horrible...

—¿Has probado con la infusión de pasiflora que te dije? —le preguntó—. A mí me ayuda a dormir. ¡Luego iré a buscarte un par de sobrecitos que creo que llevo en el bolso! Tiene cualidades muy buenas y... ¡Oye! No me mires como si estuviera loca.

No pudo evitar sonreír mientras la oía explicar los muchos beneficios de ese tipo de infusiones. Mary era una chica de tez pálida y cabello oscuro como la noche, con unos grandes y expresivos ojos. Sin embargo, lo más destacable era su carácter amable y cándido, unos rasgos poco comunes entre las personas con las que solía rodearse Emma. Tal vez por eso siempre se encontraba a sí misma queriendo estar cerca de ella.

Se puso en pie, desperezándose y fue hacia la puerta.

—No sé qué haría sin ti, Mary, ¿por qué no nos casamos? —bromeó.

—Porque no querría a una patosa como tú de mujer ni en un millón de años —le respondió, dándole un golpecito en el hombro.

—¡Oh! Eso me ha dolido —se llevó las manos al corazón e hizo una mueca. Mary rió.

—Si pusieras el mismo ímpetu en el trabajo que en gastar esas bromas de mal gusto, el señor White no te llamaría tanto la atención.

Emma rodó los ojos y salió de la trastienda oyendo la risilla de Mary a sus espaldas.

Hasta saldar la deudaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora