Capítulo 6. El jefe

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El ambiente en el vehículo era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. No habían dicho una palabra desde hacía más de cinco minutos y lo único que interrumpía el silencio eran los intentos de respuesta de la rubia. Un sonido de lo más extraño: mitad palabra, mitad balbuceo atropellado. La realidad era que Emma se había quedado de piedra desde que le pidió que se mudara con ella. Tenía la mirada perdida y la mandíbula desencajada, como si hubiera visto un fantasma o algo mucho peor. Regina frunció los labios y arqueó una ceja.

—Tierra llamando a Emma, ¿me recibes? —dijo, ladeando una sonrisilla.

—Sí, te oigo y también te he oído antes —renegó ella—. Es sólo que estoy intentando procesar lo que me acabas de pedir. ¿Te das cuenta de lo estúpido que suena? ¡No me conoces!

Había cogido carrerilla y en sus ojos brillaba una chispa de determinación. La morena amplió la sonrisa al verla. Estaba preciosa, a su manera. Aquel día llevaba puesta una camiseta de deporte que le quedaba bastante holgada. De hecho, si Regina tuviera que apostar algo lo haría a que el tallaje de la camiseta era realmente de hombre por lo caída que le estaba a la altura de los hombros. El cabello lo tenía recogido en una cola de caballo y llevaba puestos unos tejanos algo maltrechos. Aún con aquel desaliñado aspecto, había algo en ella que la tenía cautivada.

Era incapaz de dejar de mirar sus vivarachos ojos aguamarina e incluso le gustaban sus marcadas ojeras. Rió para sí misma y apoyó el mentón en su mano izquierda.

—Tú a mí tampoco me conoces, ¿y qué?

—¡¿Cómo que «y qué»?! —estalló ella, abriendo aún más los párpados—. ¿A ti te parece normal pedirle a una desconocida que se mude contigo?

Regina la miró fijamente. La rubia respiraba a marchas forzadas y tenía el rostro encendido. «Es tan inocente y tan obvia», se mordió el labio segundos antes de volver a darle una calada a su cigarrillo.

—No eres una desconocida, técnicamente eres mi «empleada» —argumentó.

—Ambas palabras podrían ser sinónimas en este caso —replicó la rubia, suspirando—. Y yo ya tengo un piso, ¿sabes? No necesito mudarme a ninguna parte.

—¿Te refieres a esa pocilga en la que mal vives? ¿El apartamento de cuyo alquiler me he hecho cargo yo? —enfatizó, la ceja alzada. A Emma se le enrojecieron las orejas.

—Nadie te pidió que lo hicieras, lo propusiste tú misma... —farfulló, desviando el rostro hacia los asientos delanteros.

—Y volvería a hacerlo —constató, echando una bocanada de humo—. Pero, ¿por qué seguir pagando tu alquiler y acumulando deuda cuando puedes mudarte conmigo? No te cobraré nada por tu estancia.

Emma abrió la boca, dispuesta a replicarle, pero se arrepintió al último momento. Apretó los labios en una fina línea y se frotó las manos contra las rodillas. Parecía querer buscar un argumento que la contradijera, pero estaba teniendo serias dificultades para encontrarlo. La morena acentuó la sonrisa, llevándose el cigarro a los labios.

—Te juro que no sé qué es lo que tienes que pensar tanto, niña —continuó, la mirada firme—. Es contraproducente para ambas que sigas pagando tu alquiler al viejo huraño aquel... ¿Cómo se llamaba? ¿Jordie, James...?

—Jeffrey —la corrigió Emma.

—¡Ese! —exclamó, risueña—. Como iba diciendo, es una tontería que te quedes ahí porque acabarás sin poder pagar, tendré que abonar las mensualidades por ti y tu deuda conmigo no hará más que subir. ¿Y cómo la liquidarás, entonces?

Hasta saldar la deudaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora