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—¡Ni siquiera me habéis dado tiempo a respirar!
—Ni te lo daremos. Ya sabes como se pone Holland si llegamos tarde.
—Pero...
—Nada de peros, Victòria. Quítate eso que llevas puesto y ponte guapa.
La austriaca se disponía a volver protestar cuando Dylan la agarró del brazo y tiró de ella hacia su habitación. Tyler los seguía unos metros por detrás con la mirada perdida en el teléfono móvil, muy posiblemente leyendo la discusión que Holland y Sprayberry estaban teniendo por el grupo.
El vuelo de Mia había aterrizado en California a las cinco de la mañana, y ella había llegado a su apartamento a eso de las seis. Ni siquiera había desecho aún las maletas, en cuanto llegó se limitó a ponerse el pijama, meterse en la cama y dormir todo el santo día hasta que sus dos amigos irrumpieron en casa de la austriaca con la noticia de la fiesta.
—Por cierto, ¿y la plantita?
—¿Quién? —pregunta haciéndose el desentendido.
Ambos chicos se habían sentado en la cama de la anfitriona sin importarle lo más mínimo que esta fuese a cambiarse de ropa, tampoco a Mia le importaba, ya que estaba más que acostumbrada al haber pasado toda su vida viviendo con hombres.
—Mi planta, Dylan. Un mísero encargo te pedí.
—Demasiada responsabilidad para él —habla Tyler—. Ya deberías saberlo.
—¡Más te vale comprarme otra flor! —advierte enviándole una mirada amenazadora— ¿Y yo ahora qué diablos me pongo?
—¿Puedo proponer ese vestido negro que acabas de lanzarle a la cara a Tyler?
Mia recupera aquella prenda de ropa que había sacado de la maleta sin tan siquiera mirarla. Era un vestido corto negro que Leah le había obligado a comprar en su momento.
—Yo lo apruebo —acepta el californiano al ver la cara de indecisión de su amiga.
—Está bien. Búscame las converse blancas, tienen que estar la otra maleta.
Mientras Mia se deshacía de la ropa que llevaba puesta, Dylan buscaba lo que le habían encargado y Tyler se observaba en el espejo comprobando que su pelo seguía bien y no parecía un cuadro.
—¡Mierda! —exclama el neoyorquino lanzándole a Mia las converse— Son las siete y media, y a las ocho tenemos que estar en casa de Holland.
—Y yo que planeaba seguir durmiendo lo que quedaba de día...
—No pides tú nada, Wagner.
—¡Tic Tac! —vuelve a hablar Dylan metiéndole aún más prisa a la joven.